Cómo pasa el tiempo y, como en un bolero, parece que fue ayer el golpe de Estado contra Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile. Ya hace cincuenta y un años de ese sangriento derrocamiento promovido por Estados Unidos, la CIA, Henry Kissinger, Nixon y también, entre otros elementos desequilibrantes, la transnacional de comunicaciones ITT, que para entonces contaba entre sus ejecutivos a un exdirector de la CIA y a un expresidente del Banco Mundial.
Allende, como se sabe, había optado por una erguida posición antiimperialista, con claros deslindes en su política frente a Washington. Desde antes de llegar a la presidencia y desde luego durante su mandato, Estados Unidos estuvo interviniendo de distintas maneras, preparando un clima golpista y haciendo una labor de zapa contra el gobierno popular. El 11 de septiembre de 1973, se presentó el golpe dirigido por el general Augusto Pinochet, ficha clave de la gringada.
Eran tiempos en que Washington, acostumbrado a violar soberanías, a aupar gobiernos títeres y derrocar a los que incomodaban el expansionismo imperial, había trazado distintas estrategias de intervención en América Latina, como el Plan Cóndor (oficializado en 1975) y otras aberraciones. Eran los tiempos de poner dictadores y desaparecer opositores políticos en distintos países. En Colombia, por ejemplo, no hubo necesidad de golpes de esa naturaleza, porque, como es fama, todos los gobiernos hasta hoy han sido dóciles a los dictados de la metrópoli.
En Colombia, donde el único golpe de Estado se dio en 1953, en los que miembros del liberalismo y el conservatismo subieron al dictador bufo Gustavo Rojas Pinilla, el “uñilargo”, al que los mismos que lo encaramaron lo depusieron, esa antidemocrática figura del golpe estatal no se ha dado más. Ahora, en cambio, se ha puesto en boga de parte del Gobierno actual la alerta, ya recalentada, de un “golpe blando”. En todo caso, lo que es evidente es que cualquiera de esas modalidades, a las que hace años Curzio Malaparte dedicó un libro tremendo, Técnicas del golpe de Estado, no se configuran todavía por estos lados. Y son varios los factores para discutir por qué no.
Ahora ya no es el “blando” sino el “duro” el que se promociona, mientras se nota que no ha habido en esta administración ninguna maniobra que haga, por ejemplo, sospechar que haya una posición antiimperialista, o que en los discursos, y aún en las medidas oficiales, se advierta una intención independentista frente a la que, hace ya más de un siglo, Marco Fidel Suárez puso como la Estrella Polar que había que seguir en política internacional.
Lo mejor, desde luego, es que no haya ni el uno ni el otro, pero que no se tome a modo de propaganda oficial o de columnas de humo para disimular que, como en la novela El Gatopardo, haya que reconocer la paradoja de “que todo cambie para que todo siga igual”, o como se dice: “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, que es, precisamente, lo que se ha visto hasta ahora en el país.
Vamos no más con la política exterior del gobierno. No se ve por dónde se pueda configurar, digamos, un golpe desde afuera con cómplices interiores, cuando el lacayismo sigue igual al de precedentes mandatarios, prosternados ante Washington. Continuamos obedeciendo a la letra las cartillas impuestas por el FMI, el Banco Mundial, la OCDE y, como si fuera poco, todas las reformas y medidas están supervigiladas y acondicionadas a las órdenes de esas esferas de poder mundial.
La obediencia prosigue en casi todo lo fundamental, como la “regla fiscal”, las reformas como la pensional, la laboral, los estándares exigidos en educación, la política de precios a los combustibles, etc., y ni hablar de la presencia fastidiosa del Comando Sur, de la injerencia en los asuntos internos del país, como está pasando con Gorgona, y las naves gringas con sus sobrevuelos en las selvas amazónicas, con el falso pretexto de estar “cuidando el medio ambiente”, que puede ser risible eso cuando son los Estados Unidos los mayores causantes del desastre ambiental en el orbe.
En otros ámbitos, las medidas tomadas en distintos renglones han ido más bien, y contra toda lógica de un Gobierno que se autodenomina del cambio, contra los pobres y las clases medias. Como lo ha denunciado un sector de los trabajadores, en Colombia no se ha “gravado de verdad a los más ricos” ni a las multinacionales, ni a los latifundios improductivos (la gran propiedad terrateniente), además de pasar de agache una prometida renegociación de tratados de libre comercio que han afectado de fondo la producción nacional, o lo que de ella ha quedado.
Frente a esos asuntos de interés nacional, de fondo, no ha habido trazas de tener el Gobierno una posición consecuente contra quienes han mantenido en un atraso secular al pueblo colombiano. Así que por lo menos suena raro el agitar la inminencia de un golpe de Estado cuando lo visto hasta hoy ha sido, en esencia, “más de lo mismo”.
Cómo pasa el tiempo y, como en un bolero, parece que fue ayer el golpe de Estado contra Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile. Ya hace cincuenta y un años de ese sangriento derrocamiento promovido por Estados Unidos, la CIA, Henry Kissinger, Nixon y también, entre otros elementos desequilibrantes, la transnacional de comunicaciones ITT, que para entonces contaba entre sus ejecutivos a un exdirector de la CIA y a un expresidente del Banco Mundial.
Allende, como se sabe, había optado por una erguida posición antiimperialista, con claros deslindes en su política frente a Washington. Desde antes de llegar a la presidencia y desde luego durante su mandato, Estados Unidos estuvo interviniendo de distintas maneras, preparando un clima golpista y haciendo una labor de zapa contra el gobierno popular. El 11 de septiembre de 1973, se presentó el golpe dirigido por el general Augusto Pinochet, ficha clave de la gringada.
Eran tiempos en que Washington, acostumbrado a violar soberanías, a aupar gobiernos títeres y derrocar a los que incomodaban el expansionismo imperial, había trazado distintas estrategias de intervención en América Latina, como el Plan Cóndor (oficializado en 1975) y otras aberraciones. Eran los tiempos de poner dictadores y desaparecer opositores políticos en distintos países. En Colombia, por ejemplo, no hubo necesidad de golpes de esa naturaleza, porque, como es fama, todos los gobiernos hasta hoy han sido dóciles a los dictados de la metrópoli.
En Colombia, donde el único golpe de Estado se dio en 1953, en los que miembros del liberalismo y el conservatismo subieron al dictador bufo Gustavo Rojas Pinilla, el “uñilargo”, al que los mismos que lo encaramaron lo depusieron, esa antidemocrática figura del golpe estatal no se ha dado más. Ahora, en cambio, se ha puesto en boga de parte del Gobierno actual la alerta, ya recalentada, de un “golpe blando”. En todo caso, lo que es evidente es que cualquiera de esas modalidades, a las que hace años Curzio Malaparte dedicó un libro tremendo, Técnicas del golpe de Estado, no se configuran todavía por estos lados. Y son varios los factores para discutir por qué no.
Ahora ya no es el “blando” sino el “duro” el que se promociona, mientras se nota que no ha habido en esta administración ninguna maniobra que haga, por ejemplo, sospechar que haya una posición antiimperialista, o que en los discursos, y aún en las medidas oficiales, se advierta una intención independentista frente a la que, hace ya más de un siglo, Marco Fidel Suárez puso como la Estrella Polar que había que seguir en política internacional.
Lo mejor, desde luego, es que no haya ni el uno ni el otro, pero que no se tome a modo de propaganda oficial o de columnas de humo para disimular que, como en la novela El Gatopardo, haya que reconocer la paradoja de “que todo cambie para que todo siga igual”, o como se dice: “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, que es, precisamente, lo que se ha visto hasta ahora en el país.
Vamos no más con la política exterior del gobierno. No se ve por dónde se pueda configurar, digamos, un golpe desde afuera con cómplices interiores, cuando el lacayismo sigue igual al de precedentes mandatarios, prosternados ante Washington. Continuamos obedeciendo a la letra las cartillas impuestas por el FMI, el Banco Mundial, la OCDE y, como si fuera poco, todas las reformas y medidas están supervigiladas y acondicionadas a las órdenes de esas esferas de poder mundial.
La obediencia prosigue en casi todo lo fundamental, como la “regla fiscal”, las reformas como la pensional, la laboral, los estándares exigidos en educación, la política de precios a los combustibles, etc., y ni hablar de la presencia fastidiosa del Comando Sur, de la injerencia en los asuntos internos del país, como está pasando con Gorgona, y las naves gringas con sus sobrevuelos en las selvas amazónicas, con el falso pretexto de estar “cuidando el medio ambiente”, que puede ser risible eso cuando son los Estados Unidos los mayores causantes del desastre ambiental en el orbe.
En otros ámbitos, las medidas tomadas en distintos renglones han ido más bien, y contra toda lógica de un Gobierno que se autodenomina del cambio, contra los pobres y las clases medias. Como lo ha denunciado un sector de los trabajadores, en Colombia no se ha “gravado de verdad a los más ricos” ni a las multinacionales, ni a los latifundios improductivos (la gran propiedad terrateniente), además de pasar de agache una prometida renegociación de tratados de libre comercio que han afectado de fondo la producción nacional, o lo que de ella ha quedado.
Frente a esos asuntos de interés nacional, de fondo, no ha habido trazas de tener el Gobierno una posición consecuente contra quienes han mantenido en un atraso secular al pueblo colombiano. Así que por lo menos suena raro el agitar la inminencia de un golpe de Estado cuando lo visto hasta hoy ha sido, en esencia, “más de lo mismo”.