Según el testimonio de su amigo Melanchton, Lutero clavó el documento con sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg el 31 de octubre de 1517. Esa fecha de hace ahora 500 años es la que cuenta tradicionalmente como el inicio de la llamada Reforma, que dividiría al pueblo cristiano de manera definitiva —hasta hoy— en dos bandos en el fondo irreconciliables, pese a toda la retórica ecumenizante: apenas se la raspa, implosiona como una pompa de jabón.
Confieso a calzón quitado que la figura de Lutero no me resulta nada simpática, sin que por eso le niegue su mérito al poner el dedo en las llagas de la Iglesia de Roma. Al hacerlo, no sólo se ganaba la excomunión papal, sino que además arriesgó su propia vida creándose el más encarnizado enemigo: el emperador Carlos V (Carlos I de España), cuyo poder omnímodo quedaba en entredicho. Pero me basta no perder de vista su antisemitismo, su creencia en las brujas y el Diablo, y su actitud hacia los discapacitados (que, quieras que no, fundamentó la criminal eutanasia nazi), para que agarre con pinzas todo lo que a él se refiere. Y eso incluso reconociendo que algunas de tales aberraciones son producto de la época en que vivió.
Hay una anécdota famosa acerca del tinterazo de Lutero al descubrir que estaba el mismísimo Lucifer contemplándolo desde la pared enfrente de donde él escribía. A esto, con lenguaje del siglo XXI, se lo podría llamar “manía persecutoria”... para no calificarlo, lisa y llanamente, como “alucinaciones”. Habría sido cuestión de preguntarle a Lutero aquello que el ex primer ministro sueco Bildt dijo en un tuit a propósito de las “revelaciones” de the fake president acerca de Suecia y actos terroristas allá: “¿Suecia? ¿Actos terroristas? ¿Qué fue lo que fumó?”.
Lo que tampoco se le puede regatear al rebelde monje agustino es ese otro mérito de haber sido la piedra fundamental del idioma alemán, traduciendo la Biblia de tal manera que la puso al alcance de todos sus lectores. Además, y ese sí es un rasgo simpático de su carácter, no tenía pelos en la lengua. Hay dichos suyos para cincelarlos en mármol o bronce, como por ejemplo este: “De un culo pusilánime no puede salir un pedo alegre”.
Pero, por otra parte, al estudiar la vida de Lutero y sus escritos, cada vez me fui convenciendo más de que la persona de a de veras interesante no es él, sino su esposa. Catalina von Bora, ¡esa sí que fue una reformadora, y no el machista antisemita con quien se casó! En este quinto centenario de la Reforma, y en lo que a mí respecta, yo, que no llevo vela en el entierro, trataría de restarle todo el protagonismo posible a don Lutero, y dárselo a su esposa.
Según el testimonio de su amigo Melanchton, Lutero clavó el documento con sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg el 31 de octubre de 1517. Esa fecha de hace ahora 500 años es la que cuenta tradicionalmente como el inicio de la llamada Reforma, que dividiría al pueblo cristiano de manera definitiva —hasta hoy— en dos bandos en el fondo irreconciliables, pese a toda la retórica ecumenizante: apenas se la raspa, implosiona como una pompa de jabón.
Confieso a calzón quitado que la figura de Lutero no me resulta nada simpática, sin que por eso le niegue su mérito al poner el dedo en las llagas de la Iglesia de Roma. Al hacerlo, no sólo se ganaba la excomunión papal, sino que además arriesgó su propia vida creándose el más encarnizado enemigo: el emperador Carlos V (Carlos I de España), cuyo poder omnímodo quedaba en entredicho. Pero me basta no perder de vista su antisemitismo, su creencia en las brujas y el Diablo, y su actitud hacia los discapacitados (que, quieras que no, fundamentó la criminal eutanasia nazi), para que agarre con pinzas todo lo que a él se refiere. Y eso incluso reconociendo que algunas de tales aberraciones son producto de la época en que vivió.
Hay una anécdota famosa acerca del tinterazo de Lutero al descubrir que estaba el mismísimo Lucifer contemplándolo desde la pared enfrente de donde él escribía. A esto, con lenguaje del siglo XXI, se lo podría llamar “manía persecutoria”... para no calificarlo, lisa y llanamente, como “alucinaciones”. Habría sido cuestión de preguntarle a Lutero aquello que el ex primer ministro sueco Bildt dijo en un tuit a propósito de las “revelaciones” de the fake president acerca de Suecia y actos terroristas allá: “¿Suecia? ¿Actos terroristas? ¿Qué fue lo que fumó?”.
Lo que tampoco se le puede regatear al rebelde monje agustino es ese otro mérito de haber sido la piedra fundamental del idioma alemán, traduciendo la Biblia de tal manera que la puso al alcance de todos sus lectores. Además, y ese sí es un rasgo simpático de su carácter, no tenía pelos en la lengua. Hay dichos suyos para cincelarlos en mármol o bronce, como por ejemplo este: “De un culo pusilánime no puede salir un pedo alegre”.
Pero, por otra parte, al estudiar la vida de Lutero y sus escritos, cada vez me fui convenciendo más de que la persona de a de veras interesante no es él, sino su esposa. Catalina von Bora, ¡esa sí que fue una reformadora, y no el machista antisemita con quien se casó! En este quinto centenario de la Reforma, y en lo que a mí respecta, yo, que no llevo vela en el entierro, trataría de restarle todo el protagonismo posible a don Lutero, y dárselo a su esposa.