Yo soy como el picaflor

80 años del fin de la guerra civil española

Ricardo Bada
05 de abril de 2019 - 02:00 a. m.
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Es tanto lo escrito acerca de la guerra civil española que parece una empresa imposible poder decir algo nuevo acerca de ella. Ni siquiera lo intentaré. Hablaré en cambio de lo que conozco y de lo que padecí: de la ominosa posguerra, acerca de la cual ha corrido mucha menos tinta. Nací el 10 de junio de 1939, dos meses y diez días después del que quizá sea el más famoso parte de guerra en la historia de España, tan rica en guerras civiles desde la muerte del gran hijueputa (con perdón de las putas) que fue Fernando VII: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1.º de abril de 1939, Año de la Victoria. El Generalísimo. Fdo.: Francisco Franco Bahamonde”.

Es de la posguerra de donde provienen mis primeros recuerdos fidedignos y propios, los de unos años llamados “del hambre” por la mucha que se pasó y de la que murió tantísima gente. Todo o casi todo estaba racionado. Hasta el agua y la corriente eléctrica en los hogares. Pero mi recuerdo más indeleble de esos años es el de las cartillas de racionamiento y las colas que se formaban delante de las panaderías, las carnicerías, las lecherías, las carbonerías y los estancos, las tiendas dedicadas a la venta de tabaco, producto asimismo racionado... Floreció el estraperlo [=mercado negro], tanto que una ley de 1941 amenazaba con la pena de muerte a los especuladores, sin que se sepa si alguna vez se detuvo a uno solo. En la casa al lado de la nuestra, vivían dos hermanas solteras con buenas conexiones “arriba” –y no me refiero a san Pedro– que eran estraperlistas a tiempo completo y a la vista de todo el mundo.

Un desastre de la guerra: La dueña de la lechería de nuestro barrio les daba a sus hijos unos bocatas de jamón con mantequilla untada hasta decir basta, y los hacía sentarse en el umbral de la puerta de la lechería, gritando para que todos la oyeran: “Sentaos con los bocadillos aquí delante para que os vean comer todos esos rojos muertos de hambre”. El mayor de los dos comía avergonzado, escondiendo el pan con las manos; el otro no, se regodeaba con las miradas de envidia de los rapaces que pululaban por las calles en busca de algo para comer. Y esta es tan sólo una de las estampas goyescas que puedo contar de aquellos días de plomo y miseria.

Así transcurrieron mi infancia y parte de mi adolescencia, marcadas por las secuelas de aquella guerra civil, la dizque última guerra romántica de la Historia. El racionamiento duró de manera oficial hasta mayo de 1952, fecha en que desapareció para los productos alimenticios. Un mes después, cumplí mis trece años.

 

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