Hace poco le dije a uno de mis nietos que cuando yo era niño aprendí en la escuela que la capital de Indonesia se llamaba Batavia, en honor a los bátavos, la tribu bárbara habitante de los que hoy llamamos Países Bajos. Y que en esos Países Bajos había entonces un gran mar interior, el Zuiderzee (Mar del Sur, por oposición al Mar del Norte), ahora desecado en su mayor parte y convertido en una provincia más, Flevoland, mientras el resto del antiguo mar pasó a llamarse Lago del Ijssel, nombre del brazo septentrional del Rin en tierras neerlandesas.
La toponimia ha sido siempre uno de mis pasatiempos favoritos. Hace un par de meses hablé, en esta misma columna, de la onomástica en la cartografía. Pero no solo la onomástica influye en ella. La literatura hizo nacer en el sur de EE. UU., condado de Yoknapatawpha, por obra y magia de Faulkner; a un pueblito llamado Aracataca, que gracias a García Márquez es conocido en todo el mundo como Macondo; y Musil bautizó al viejo imperio austrohúngaro con el nombre de Kakania, derivado del título Kaiserliche und Königliche Majestät (imperial y real majestad) del monarca que lo gobernaba, así como también haciendo un irónico juego de palabras: Kakania: un país de caca.
En España, al menos en mi juventud, no sé qué tanto lo será hoy, los periodistas empleaban muchas veces perífrasis como “la bella Easo” para nombrar a Donosti, la San Sebastián del castellano; “la vieja Barcino”, que no es otra que Barcelona; “la Villa y Corte para aludir a Madrid; Serva la Bari (Sevilla la grande), que tomaban del idioma de los gitanos andaluces, etc. Anoto aquí lo raro de llamarse Málaga una ciudad tan lejana de lo malo, e hice algo por corregirlo: en mis cartas a mis amigos malagueños, cuando no había códigos postales, escribía siempre como señas la calle donde vivían y un topónimo de mi invención: “Buénaga”. Nunca se perdió una sola de esas cartas.
He inventado más topónimos. A mi Huelva natal la llamo “Troglodia”. A mi Costa Rica querida, “Cámaralentolandia”, y muchas de mis amistades ticas también ya la llaman así. Lo mismo pasa con “Karakogrado”, la capital de “Venezuelistán”, y mis amistades mantuanas. En cuanto a Colombia, mis corresponsales en Bogotá y Medellín saben que los ubico en “Rolópolis” y “Paisápolis”, respectivamente, y me siento orgulloso de haber entrado en la literatura del país a través de la página 26 de una novela, Las palmeras suplicantes (Bogotá, 2018), escrita por mi amigo Julio Olaciregui, “un barranquillero que sigue jugando con su bola’e trapo de palabras para meterle goles a la vida”. En esa página Julio habla de su Barranquilla nombrándola como mi lógica la llama: “Caimanópolis”.
Hace poco le dije a uno de mis nietos que cuando yo era niño aprendí en la escuela que la capital de Indonesia se llamaba Batavia, en honor a los bátavos, la tribu bárbara habitante de los que hoy llamamos Países Bajos. Y que en esos Países Bajos había entonces un gran mar interior, el Zuiderzee (Mar del Sur, por oposición al Mar del Norte), ahora desecado en su mayor parte y convertido en una provincia más, Flevoland, mientras el resto del antiguo mar pasó a llamarse Lago del Ijssel, nombre del brazo septentrional del Rin en tierras neerlandesas.
La toponimia ha sido siempre uno de mis pasatiempos favoritos. Hace un par de meses hablé, en esta misma columna, de la onomástica en la cartografía. Pero no solo la onomástica influye en ella. La literatura hizo nacer en el sur de EE. UU., condado de Yoknapatawpha, por obra y magia de Faulkner; a un pueblito llamado Aracataca, que gracias a García Márquez es conocido en todo el mundo como Macondo; y Musil bautizó al viejo imperio austrohúngaro con el nombre de Kakania, derivado del título Kaiserliche und Königliche Majestät (imperial y real majestad) del monarca que lo gobernaba, así como también haciendo un irónico juego de palabras: Kakania: un país de caca.
En España, al menos en mi juventud, no sé qué tanto lo será hoy, los periodistas empleaban muchas veces perífrasis como “la bella Easo” para nombrar a Donosti, la San Sebastián del castellano; “la vieja Barcino”, que no es otra que Barcelona; “la Villa y Corte para aludir a Madrid; Serva la Bari (Sevilla la grande), que tomaban del idioma de los gitanos andaluces, etc. Anoto aquí lo raro de llamarse Málaga una ciudad tan lejana de lo malo, e hice algo por corregirlo: en mis cartas a mis amigos malagueños, cuando no había códigos postales, escribía siempre como señas la calle donde vivían y un topónimo de mi invención: “Buénaga”. Nunca se perdió una sola de esas cartas.
He inventado más topónimos. A mi Huelva natal la llamo “Troglodia”. A mi Costa Rica querida, “Cámaralentolandia”, y muchas de mis amistades ticas también ya la llaman así. Lo mismo pasa con “Karakogrado”, la capital de “Venezuelistán”, y mis amistades mantuanas. En cuanto a Colombia, mis corresponsales en Bogotá y Medellín saben que los ubico en “Rolópolis” y “Paisápolis”, respectivamente, y me siento orgulloso de haber entrado en la literatura del país a través de la página 26 de una novela, Las palmeras suplicantes (Bogotá, 2018), escrita por mi amigo Julio Olaciregui, “un barranquillero que sigue jugando con su bola’e trapo de palabras para meterle goles a la vida”. En esa página Julio habla de su Barranquilla nombrándola como mi lógica la llama: “Caimanópolis”.