Desde el punto de vista del léxico de la ginecología, pero también de la imprenta, una de las matrices del idioma español, tal y como lo practicamos hoy en día, se halla en Centroamérica. Le basta para ello como título de gloria (iba a añadir inmarcesible, pero me detuve a tiempo) el haber sido la cuna de Rubén Darío, genial renovador de la anquilosada lengua castellana.
Ahora bien, exceptuando a Rubén Darío, ¿qué es lo que se conoce de la poesía y la narrativa centroamericanas fuera del istmo? Cierto, los dos premios obtenidos este año, el Reina Sofía de poesía iberoamericana por la salvadoreña y nicaragüense Claribel Alegría, y el Cervantes, por Sergio Ramírez, nicaragüense a palo seco, darían fe de que esa poesía y esa narrativa se conocen... por lo menos en España, no me atrevo a decir que asimismo en el resto del mundo hispano. Sería pedir demasiado considerando las barreras aduaneras que sufren los libros, como si fuesen artículos de lujo y no de primera necesidad.
De todos modos, recapitulemos. Los dos mayores talentos narrativos centroamericanos de la primera mitad del siglo anterior, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el salvadoreño Salarrué, fallecieron antes de que echase a andar el Premio Cervantes, en 1976. No obstante, el Nobel concedido a Asturias en 1967 casi tapa ese hueco.
Pero tenemos los casos clamorosos de varios poetas ninguneados por los grandes premios, tanto españoles como americanos: pienso aquí sobre todo en el de la FIL Guadalajara, México. La guatemalteca Alaíde Foppa (a quien un premio internacional quizá le podría haber salvado la vida, antes de que la “desaparecieran” en plena guerra civil en su país) y el hondureño Roberto Sosa, así como los nicaragüenses Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho y Carlos Martínez Rivas, nunca gozaron las mieles de tales preseas. Y es de desear que alcancen a hacerlo, si los hados son propicios, las costarricenses Marjorie Ross y Ana Istarú, entre los poetas.
Y entre los narradores, puesto que se quedaron sin mojar los guatemaltecos Luis Cardoza y Aragón y Augusto Monterroso, esperemos que sí lo hagan su compatriota Rodrigo Rey Rosa, la costarricense Anacristina Rossi y la panameña Gloria Guardia, esta última, por cierto, avecindada en Bogotá.
Como pueden ver, no son nombres ni valores los que faltan. Pero mientras siga imperando la ley del péndulo combinada con la del embudo, mientras siga ganando el Cervantes un español cada dos años, en vez de cada cinco o diez, como sería lo lógico de acuerdo con la calidad y la demografía, muchos de quienes acabo de citar morirán sin el reconocimiento que merecen. Por mucha matriz del idioma que sea su patria.
Desde el punto de vista del léxico de la ginecología, pero también de la imprenta, una de las matrices del idioma español, tal y como lo practicamos hoy en día, se halla en Centroamérica. Le basta para ello como título de gloria (iba a añadir inmarcesible, pero me detuve a tiempo) el haber sido la cuna de Rubén Darío, genial renovador de la anquilosada lengua castellana.
Ahora bien, exceptuando a Rubén Darío, ¿qué es lo que se conoce de la poesía y la narrativa centroamericanas fuera del istmo? Cierto, los dos premios obtenidos este año, el Reina Sofía de poesía iberoamericana por la salvadoreña y nicaragüense Claribel Alegría, y el Cervantes, por Sergio Ramírez, nicaragüense a palo seco, darían fe de que esa poesía y esa narrativa se conocen... por lo menos en España, no me atrevo a decir que asimismo en el resto del mundo hispano. Sería pedir demasiado considerando las barreras aduaneras que sufren los libros, como si fuesen artículos de lujo y no de primera necesidad.
De todos modos, recapitulemos. Los dos mayores talentos narrativos centroamericanos de la primera mitad del siglo anterior, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el salvadoreño Salarrué, fallecieron antes de que echase a andar el Premio Cervantes, en 1976. No obstante, el Nobel concedido a Asturias en 1967 casi tapa ese hueco.
Pero tenemos los casos clamorosos de varios poetas ninguneados por los grandes premios, tanto españoles como americanos: pienso aquí sobre todo en el de la FIL Guadalajara, México. La guatemalteca Alaíde Foppa (a quien un premio internacional quizá le podría haber salvado la vida, antes de que la “desaparecieran” en plena guerra civil en su país) y el hondureño Roberto Sosa, así como los nicaragüenses Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho y Carlos Martínez Rivas, nunca gozaron las mieles de tales preseas. Y es de desear que alcancen a hacerlo, si los hados son propicios, las costarricenses Marjorie Ross y Ana Istarú, entre los poetas.
Y entre los narradores, puesto que se quedaron sin mojar los guatemaltecos Luis Cardoza y Aragón y Augusto Monterroso, esperemos que sí lo hagan su compatriota Rodrigo Rey Rosa, la costarricense Anacristina Rossi y la panameña Gloria Guardia, esta última, por cierto, avecindada en Bogotá.
Como pueden ver, no son nombres ni valores los que faltan. Pero mientras siga imperando la ley del péndulo combinada con la del embudo, mientras siga ganando el Cervantes un español cada dos años, en vez de cada cinco o diez, como sería lo lógico de acuerdo con la calidad y la demografía, muchos de quienes acabo de citar morirán sin el reconocimiento que merecen. Por mucha matriz del idioma que sea su patria.