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Alemania es un país modelo en lo que refiere al trato con los animales. España no lo es. Entre otras cosas lo demuestran las manifestaciones anuales, masivas, protestando por el maltrato a los perros de caza al sur de los Pirineos. Este año, a fines de enero, participaron sólo en Colonia, donde vivo, 2.000 amos y 5.000 perros, lo que supone 1.000 amos y 2.000 perros más que el año pasado. Lo hacen bajo el lema “El día de los galgos”, pero la manifestación se lleva a cabo también en favor de los podencos, los perdigueros y los demás perros amaestrados para la caza.
Según todas las denuncias recabadas por la Sociedad Protectora de Animales, cuando los perros no cumplen en España con las expectativas de sus amos, se los maltrata de todas las manera imaginables, entre las cuales se cuentan ahorcarlos colgándolos de los árboles o atándolos a las vías de los trenes. O sencillamente abandonándolos en el mejor de los casos.
El año pasado se aprobó en el Parlamento español una nueva redacción de la Ley de la Caza donde no se contemplan castigos ejemplares; el más efectivo sería imponer cuantiosas multas a los desalmados que se ceban de tal manera con pobres animales que les han sido útiles para su diversión favorita, y un mal día, o por la edad o por padecer algún mal, ya no pueden rendirles ninguna utilidad.
Tengo una anécdota al respecto. Mi amiga Hilde Moral, alemana que vivía en la costa de Granada y traductora a su idioma de la obra periodística de Gabo, era una gran amiga de los perros y en su casa siempre tenía la compañía de tres o cuatro, recogidos al encontrarlos abandonados por sus amos y dejados en la calle. Una de las muchas veces que pasé vacaciones con ella había recogido a un pastor alemán a todas luces viejo y enfermo. Una noche, mientras tomábamos nuestros whiskies en la terraza de su casa, con el Mediterráneo a la vista, se unos unió el perro, se tendió a mi lado y de repente sentí que me tomaba la mano derecha en su boca y la lamía. Me sorprendió y se lo dije a Hilde, temiendo además que me mordiese. Hilde me tranquilizó: «Debes de ser, aparte de mí, la primera persona que lo ha acariciado en mucho tiempo. Te lo está agradeciendo”.
Uno de los mejores ensayos de Ortega y Gasset es el prólogo que pergeñó para el Libro de la caza mayor, del Conde de Yebes, montero de renombre y doblado de escritor. Es tan extenso que está editado como volumen independiente y es uno de sus textos que más me he disfrutado desde que lo leí por primera vez. Y uno de sus más preñados capítulos es aquel que se titula “De pronto, en este prólogo, se oyen ladridos”. Como en esta columna. Ojalá los oigan los parlamentarios españoles.