Tengo muy presente el día en el que murió Rainer Werner Fassbinder: estaba en Berlín cubriendo para mi emisora el magno programa de Horizontes 1982, tres semanas dedicadas a América Latina, y aquella noche mi mujer me llamó al hotel para reprocharme porque había olvidado el aniversario de nuestra boda, a lo cual tuve que responderle que era ella quien olvidaba que el 10 de junio es mi cumpleaños. Son esas cosas que pasan en las mejores familias.
Lo cierto es que de la muerte de Fassbinder me enteré la mañana del día siguiente, leyendo el diario mientras desayunaba, y la noticia me sentó como un puñetazo en la boca del estómago; aún no me había repuesto de la noticia de la muerte de Romy Schneider, solo 12 días antes, el 29 de mayo, cuando volé a Berlín, y de la que también me enteré al día siguiente, asimismo en el hotel y asimismo leyendo el diario durante el desayuno.
Fassbinder no es que fuera un genio, si bien tenía ramalazos de serlo, pero sí fue una fuerza de la naturaleza. Basta pensar que entre 1965, cuando comenzó su carrera artística, y 1982, el año de su muerte, escribió 50 guiones, dirigió 44 filmes, intervino como actor en 43 títulos y escribió o montó 33 obras de teatro, entre las que destaco su versión de Fuenteovejuna, de Lope de Vega, y sus puestas en escena de Büchner, Peter Weiss, Goethe, Sófocles, Goldoni, Heinrich Mann, Ibsen, Handke, Zola, Strindberg y Chejov.
Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, Alemania ha contribuido de manera notable a la historia del cine con las filmografías de Werner Herzog, Wim Wenders, Volker Schlöndorff y Margarethe von Trotta, sin olvidar la breve pero fértil etapa muniquesa de Ingmar Bergman. Cada una de ellas es un paradigma del séptimo arte, pero la de Fassbinder añade el elemento crucial de su prematura muerte, a los escasos 37 años y diez días de su edad. En él se cumplió la ley no escrita de que “los elegidos de los dioses mueren jóvenes”.
No sabía por cuál de los títulos de su abundante filmografía me decidiera si tan solo pudiese ser uno, pero he dedicado un rato a pensarlo y he concluido que no sería ninguna de sus películas emblemáticas: El mercader de las cuatro estaciones, Las amargas lágrimas de Petra von Kant, Todos nos llamamos Alí, El matrimonio de Maria Braun, Lilí Marleen, Lola... sino su épica adaptación a la televisión de Alexanderplatz, 14 episodios, un total de 15 h 31′, que quedará para siempre como un ejemplo de perfecto trasvase del libro a la pantalla.
Eso, y el recuerdo luminoso de los rostros de sus actrices predilectas (Hanna Schygulla, Barbara Sukowa, Ingrid Caven, Brigitte Mira, Rosel Zech...), todas ellas inolvidables ahora gracias a sus filmes.
Tengo muy presente el día en el que murió Rainer Werner Fassbinder: estaba en Berlín cubriendo para mi emisora el magno programa de Horizontes 1982, tres semanas dedicadas a América Latina, y aquella noche mi mujer me llamó al hotel para reprocharme porque había olvidado el aniversario de nuestra boda, a lo cual tuve que responderle que era ella quien olvidaba que el 10 de junio es mi cumpleaños. Son esas cosas que pasan en las mejores familias.
Lo cierto es que de la muerte de Fassbinder me enteré la mañana del día siguiente, leyendo el diario mientras desayunaba, y la noticia me sentó como un puñetazo en la boca del estómago; aún no me había repuesto de la noticia de la muerte de Romy Schneider, solo 12 días antes, el 29 de mayo, cuando volé a Berlín, y de la que también me enteré al día siguiente, asimismo en el hotel y asimismo leyendo el diario durante el desayuno.
Fassbinder no es que fuera un genio, si bien tenía ramalazos de serlo, pero sí fue una fuerza de la naturaleza. Basta pensar que entre 1965, cuando comenzó su carrera artística, y 1982, el año de su muerte, escribió 50 guiones, dirigió 44 filmes, intervino como actor en 43 títulos y escribió o montó 33 obras de teatro, entre las que destaco su versión de Fuenteovejuna, de Lope de Vega, y sus puestas en escena de Büchner, Peter Weiss, Goethe, Sófocles, Goldoni, Heinrich Mann, Ibsen, Handke, Zola, Strindberg y Chejov.
Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, Alemania ha contribuido de manera notable a la historia del cine con las filmografías de Werner Herzog, Wim Wenders, Volker Schlöndorff y Margarethe von Trotta, sin olvidar la breve pero fértil etapa muniquesa de Ingmar Bergman. Cada una de ellas es un paradigma del séptimo arte, pero la de Fassbinder añade el elemento crucial de su prematura muerte, a los escasos 37 años y diez días de su edad. En él se cumplió la ley no escrita de que “los elegidos de los dioses mueren jóvenes”.
No sabía por cuál de los títulos de su abundante filmografía me decidiera si tan solo pudiese ser uno, pero he dedicado un rato a pensarlo y he concluido que no sería ninguna de sus películas emblemáticas: El mercader de las cuatro estaciones, Las amargas lágrimas de Petra von Kant, Todos nos llamamos Alí, El matrimonio de Maria Braun, Lilí Marleen, Lola... sino su épica adaptación a la televisión de Alexanderplatz, 14 episodios, un total de 15 h 31′, que quedará para siempre como un ejemplo de perfecto trasvase del libro a la pantalla.
Eso, y el recuerdo luminoso de los rostros de sus actrices predilectas (Hanna Schygulla, Barbara Sukowa, Ingrid Caven, Brigitte Mira, Rosel Zech...), todas ellas inolvidables ahora gracias a sus filmes.