En el editorial del último número de Chrismon, la revista de la Iglesia Evangélica alemana, su redactora–jefa habla de una reunión de periodistas mujeres donde una de ellas contó que, en un portal de Internet para refugiados ucranianos, la pregunta más frecuente era «¿Dónde puedo hacerme la manicura acá en Alemania?»
«¿Es que no hay nada más importante que la apariencia?», se pregunta la redactora–jefe, y se contesta con las palabras de una periodista bosnia, Samra Lučkin, según la cual esa pregunta sólo puede formularla quien no ha vivido una guerra y unos bombardeos. Y recuerda el caso de su colega Senka Kurtović, quien desafiaba en Sarajevo el peligro de la llamada “avenida de los francotiradores” siempre con un peinado perfecto y esta explicación: «Maquillarse era un deber, todas y cada una de las veces como si fuese la última». Frases como esa se encuentran en su libro Un toque de lápiz labial para la dignidad: Femineidad bajo la señal de gran peligro.
Last but not least, pensemos que Herta Müller, la Premio Nobel 2009 (citada en ese libro con las palabras «Sabía que si no me maquillaba más, entonces yo misma me había desahuciado»), resistió gracias a su maquillaje los interrogatorios a que la sometía periódicamente la Securitate, la temible y con razón temida policía secreta del dictador Ceaucescu.
Por mi parte recuerdo de Ninotchka, la inolvidable sátira de Ernst Lubitsch, esa escena donde a la protagonista (¡una Greta Garbo genial!), ya de regreso en Moscú, su compañera de cuarto en aquellas viviendas–colmenas del socialismo real le pide como gran favor que le preste para el fin de semana (piensa pasarlo con su novio) algo maravilloso que trajo de su viaje a París: unas medias de seda.
Ya lo creo que el acicalarse y embellecerse son características mucho más acusadas en las mujeres que en los hombres, y aún más si se vuelven un arma usada en legítima defensa de la dignidad personal, como en los casos que expuse.
Pero advierto que todos ellos son casos europeos, y de repente me pongo a pensar en los miles de miles, millones de mujeres en África, en Asia y en bastantes regiones de América Latina, donde las condiciones de vida son otras y las mujeres se ven confrontadas a aberraciones como la ablación del clítoris y el feminicidio. Y sobre todo pienso en los millones de madres que ven morir de hambre a sus hijos, sin que a ellas mismas les quede otra suerte que a ellos.
Tengo la impresión de que también ellas sabrán defender su dignidad sin acicalarse ni embellecerse (para lo que no tienen tiempo ni dinero). Sólo que la imaginación no me alcanza para vislumbrar cómo. Y por ello las respeto y las admiro tanto más.
En el editorial del último número de Chrismon, la revista de la Iglesia Evangélica alemana, su redactora–jefa habla de una reunión de periodistas mujeres donde una de ellas contó que, en un portal de Internet para refugiados ucranianos, la pregunta más frecuente era «¿Dónde puedo hacerme la manicura acá en Alemania?»
«¿Es que no hay nada más importante que la apariencia?», se pregunta la redactora–jefe, y se contesta con las palabras de una periodista bosnia, Samra Lučkin, según la cual esa pregunta sólo puede formularla quien no ha vivido una guerra y unos bombardeos. Y recuerda el caso de su colega Senka Kurtović, quien desafiaba en Sarajevo el peligro de la llamada “avenida de los francotiradores” siempre con un peinado perfecto y esta explicación: «Maquillarse era un deber, todas y cada una de las veces como si fuese la última». Frases como esa se encuentran en su libro Un toque de lápiz labial para la dignidad: Femineidad bajo la señal de gran peligro.
Last but not least, pensemos que Herta Müller, la Premio Nobel 2009 (citada en ese libro con las palabras «Sabía que si no me maquillaba más, entonces yo misma me había desahuciado»), resistió gracias a su maquillaje los interrogatorios a que la sometía periódicamente la Securitate, la temible y con razón temida policía secreta del dictador Ceaucescu.
Por mi parte recuerdo de Ninotchka, la inolvidable sátira de Ernst Lubitsch, esa escena donde a la protagonista (¡una Greta Garbo genial!), ya de regreso en Moscú, su compañera de cuarto en aquellas viviendas–colmenas del socialismo real le pide como gran favor que le preste para el fin de semana (piensa pasarlo con su novio) algo maravilloso que trajo de su viaje a París: unas medias de seda.
Ya lo creo que el acicalarse y embellecerse son características mucho más acusadas en las mujeres que en los hombres, y aún más si se vuelven un arma usada en legítima defensa de la dignidad personal, como en los casos que expuse.
Pero advierto que todos ellos son casos europeos, y de repente me pongo a pensar en los miles de miles, millones de mujeres en África, en Asia y en bastantes regiones de América Latina, donde las condiciones de vida son otras y las mujeres se ven confrontadas a aberraciones como la ablación del clítoris y el feminicidio. Y sobre todo pienso en los millones de madres que ven morir de hambre a sus hijos, sin que a ellas mismas les quede otra suerte que a ellos.
Tengo la impresión de que también ellas sabrán defender su dignidad sin acicalarse ni embellecerse (para lo que no tienen tiempo ni dinero). Sólo que la imaginación no me alcanza para vislumbrar cómo. Y por ello las respeto y las admiro tanto más.