Cuando llegué a Alemania en febrero 63, traje conmigo una docena de libros elegidos cuidadosamente para mi destierro, y empecé a trabajar en una curtiduría (curtiembre de pieles), uno de los trabajos más dañinos, nocivos y peligrosos que imaginarse pueda, pero no sabía alemán y tenía que ganarme la vida. En esa fábrica trabajaban un par de españoles, entre ellos dos gallegos, y estos últimos eran casi analfabetos. Es decir, sabían leer y escribir, pero no practicaban ni lo uno ni lo otro. Yo era un perro verde en aquella fábrica, y no sólo entre mis compatriotas, también los alemanes renqueaban más o menos del mismo pie.
Lo cierto es que un día, Juan, uno de los dos gallegos, el menos bruto de los dos, y a quien yo le escribía las cartas a su novia (a máquina, para que no perdiera el tiempo con sus palitroques garabateados a fuerza de mucho trabajo en el papel), este Juan, pues, me dijo que se daba cuenta de que la educación es muy importante, que lo veía en mí, porque yo, cada vez que tenía un rato libre, y después del trabajo, me la pasaba leyendo o escribiendo. Y me hizo un pedido sorpresivo: que le prestase un libro, porque él hasta entonces no había leído ninguno.
Y la verdad es que me puso en un dilema, porque los libros que me traje a mi exilio voluntario no eran para ser leídos por Juan. Menos uno, tal vez. Y se lo entregué, con la indicación expresa de que sólo debía leer la letra grande, no la chiquita que aparecía al final de las páginas con unos numeritos (ya se imaginan que le dije, de un modo que lo entendiese, que no leyera las notas a pie de página).
Se lo entregué con algún pesar porque era –y es– lectura mía diaria (aunque sea sólo una página, una escena, un párrafo, un capítulo). Pero se lo entregué. La recompensa la tuve como unas dos semanas después, cuando Juan se sentó a mi lado a la hora del segundo desayuno, en la cantina, y me dijo con una sonrisa que le abría la boca de oreja a oreja: «¡Ese tío está más loco que una cabra, me muero de la risa con él!» «¿Con quién?» le pregunté pensando que se refería a algún compañero de trabajo, y me contestó «¡El Quijote ese, caralho! Mira tú que cuando lo dejé ayer estaba con los huesos molidos, después de haberse empeñao en pelearse con unos molinos de viento diciendo que eran gigantes...».
Esa ha sido posiblemente mi epifanía más hermosa y más pura como lector. Darme cuenta de lo grande que es Cervantes de esa manera tan evidente, tan palmaria, tan emocionante también. Cervantes les habla a todos. Como Shakespeare y Homero. Los demás son... Eeeeeh... Somos comparsas. Y no añado ni una palabra más. O sí, pero sólo una, la que cierra el Quijote: Vale.
Cuando llegué a Alemania en febrero 63, traje conmigo una docena de libros elegidos cuidadosamente para mi destierro, y empecé a trabajar en una curtiduría (curtiembre de pieles), uno de los trabajos más dañinos, nocivos y peligrosos que imaginarse pueda, pero no sabía alemán y tenía que ganarme la vida. En esa fábrica trabajaban un par de españoles, entre ellos dos gallegos, y estos últimos eran casi analfabetos. Es decir, sabían leer y escribir, pero no practicaban ni lo uno ni lo otro. Yo era un perro verde en aquella fábrica, y no sólo entre mis compatriotas, también los alemanes renqueaban más o menos del mismo pie.
Lo cierto es que un día, Juan, uno de los dos gallegos, el menos bruto de los dos, y a quien yo le escribía las cartas a su novia (a máquina, para que no perdiera el tiempo con sus palitroques garabateados a fuerza de mucho trabajo en el papel), este Juan, pues, me dijo que se daba cuenta de que la educación es muy importante, que lo veía en mí, porque yo, cada vez que tenía un rato libre, y después del trabajo, me la pasaba leyendo o escribiendo. Y me hizo un pedido sorpresivo: que le prestase un libro, porque él hasta entonces no había leído ninguno.
Y la verdad es que me puso en un dilema, porque los libros que me traje a mi exilio voluntario no eran para ser leídos por Juan. Menos uno, tal vez. Y se lo entregué, con la indicación expresa de que sólo debía leer la letra grande, no la chiquita que aparecía al final de las páginas con unos numeritos (ya se imaginan que le dije, de un modo que lo entendiese, que no leyera las notas a pie de página).
Se lo entregué con algún pesar porque era –y es– lectura mía diaria (aunque sea sólo una página, una escena, un párrafo, un capítulo). Pero se lo entregué. La recompensa la tuve como unas dos semanas después, cuando Juan se sentó a mi lado a la hora del segundo desayuno, en la cantina, y me dijo con una sonrisa que le abría la boca de oreja a oreja: «¡Ese tío está más loco que una cabra, me muero de la risa con él!» «¿Con quién?» le pregunté pensando que se refería a algún compañero de trabajo, y me contestó «¡El Quijote ese, caralho! Mira tú que cuando lo dejé ayer estaba con los huesos molidos, después de haberse empeñao en pelearse con unos molinos de viento diciendo que eran gigantes...».
Esa ha sido posiblemente mi epifanía más hermosa y más pura como lector. Darme cuenta de lo grande que es Cervantes de esa manera tan evidente, tan palmaria, tan emocionante también. Cervantes les habla a todos. Como Shakespeare y Homero. Los demás son... Eeeeeh... Somos comparsas. Y no añado ni una palabra más. O sí, pero sólo una, la que cierra el Quijote: Vale.