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Años ha, mi esposa formaba parte de un grupo de amigas con una gran afición por la poesía, de manera que con regularidad organizaban lecturas, donde cada una acudía con un poema de su elección, lo recitaba, y luego platicaban, discutían, hablaban de poesía, de los sentimientos e ideas que esos poemas les provocaban.
Mi esposa solía recurrir a mi biblioteca, y aún más a mi memoria, al seleccionar un poema para esas veladas. Como es lógico, siempre le recomendé poesías de nuestro idioma, aceptando como conditio sine qua non que debían estar traducidas al alemán.
Cierta vez le aconsejé un poema de Antonio Machado incluido entre los proverbios y cantares de una de sus obras maestras: Campos de Castilla. Es un poema que todos lo conocemos de memoria, sobre todo su glorioso final: “Caminante, no hay camino, /sino estelas en la mar”.
Cuál no sería la sorpresa de mi esposa cuando una de sus amigas del grupo, que chapurrea un poco de español, la corrigió al final con el dedo en alto: “No se dice estelas sino estrellas”. Pero mi esposa no chapurrea el castellano sino que lo habla bastante fluido desde que vivimos en Argentina hace 56 años y lo ha practicado en
58 de convivencia conmigo y de trato continuo con mi familia y nuestras amistades españolas y ultramarinas.
Así es que, suavemente, le explicó a su amiga (quien se quería lucir con sus conocimientos del español) que si el texto dice “estrellas” hay que leer “estrellas” pero si el texto dice “estelas” hay que leer “estelas”, y le explicó la diferencia entre un cuerpo de la bóveda celeste y la huella, señal o rastro que deja un barco en la mar.
Cuando regresó a casa y me contó lo sucedido, otra vez volví a sentir lo que suele asaltarme siempre que un extranjero que se las da de saber mi idioma, y con quien acabo de platicar en él, me asegura que me ha entendido todo, perfectamente. Casi nunca me lo creo. Confieso que es un escepticismo ± patológico, pero no me lo creo. La noche de marras estuve tentado de proponerle a mi esposa que la próxima vez recitase a su grupo otro poema inolvidable de Machado, que concluye diciendo:
“La luz nada ilumina y el sabio nada enseña. /¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?”.
Estoy convencido de que la misma marisabidilla de la vez anterior, también en esta levantaría el dedo para sentenciar: “No se dice peña sino pena”. Y ahí tendría que volver mi esposa a explicarle que no es lo mismo “pena” que “peña”, ni “cana” que “caña”, ni “cuna” que “cuña”, y otros ejemplos más, uno de los cuales –relacionado por partida doble con la geometría y con la anatomía del cuerpo femenino– me lo callo por respeto a la moral y las buenas costumbres.