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In memóriam Helena Araújo

Ricardo Bada
13 de febrero de 2015 - 04:13 a. m.
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A Helena no la conocía personalmente sino tan sólo por haber sido uno de los primeros lectores de un libro suyo fundacional: La Scherezada criolla, que es de 1989 y llegó a mis manos recién publicado.

Un día, por casualidad, supe que era amiga de un filósofo colombiano amigo mío, Freddy Téllez, que también vivía en Lausana, y le pregunté si no la podría entrevistar largamente, hacerle una entrevista autobiográfica para mi serie “Latinoamericanos en Europa”, en la Radio Deutsche Welle.

El deseo que me animaba al crear la serie era presentar al artista, al escritor, al hombre de ciencia, a la actriz, en su medio más familiar, en su carpa plantada definitivamente en el Viejo Continente. Pero para ello, claro está, debía contar con algunos entrevistadores que gozasen de su confianza y/o, además, fuesen expertos en su obra, en su oficio, en su materia. La amistad de Helena Araújo y Freddy Téllez se reveló como ideal en este caso.

Así es que un buen día, el 30 de abril de 1990, nos personamos en su casa, mi esposa, Freddy y yo, y se hizo la entrevista y sucedió algo más, se anudó una amistad entrañable. La fecha la puedo citar con exactitud porque campea en la primera página de guarda de mi ejemplar de La Scherezada criolla, donde la letra cursiva de la autora dejó escrita esta dedicatoria: “Para Ricardo, estos textos de una ‘quijota’ helvético-macondona. Con el afecto de Helena”. Y la data.

Pero el recuerdo más indeleble que conservo de ella está datado el año siguiente. Una noche de fines del verano de 1991, Helena me llamó por teléfono desde esa casa suya de Lausana donde nos habíamos conocido. Estaba fraguándose el fementido Quinto Centenario, y Helena, que era de armas tomar (no en vano su padre fue ministro de las Fuerzas Armadas, según nos refirió en la entrevista), me quiso contactar para que colaborase en una serie de actos contra semejante mascarada.

Por supuesto, yo compartía sus puntos de vista, pero al mismo tiempo no podía ignorar lo que Helena sí estaba ignorando en base a puros plurales latinoamericanos donde me implicaba, y era algo que a fin de cuentas volvería surrealista mi intervención en tales actos. Así que me vi obligado a interrumpirla y decirle: “Helena querida, estoy de acuerdo contigo, pero me parece contraproducente que yo participe. Fíjate que al incluirme en esos plurales te estás olvidando de que yo soy español”. Se produjo un silencio al otro lado de la línea, y al cabo, desde la orilla del lago de Ginebra, me llegó una sentencia inapelable. Porque Helena me dijo, nada más, y nada menos: “Te lo prohíbo”.

Gracias a Helena, pues, soy algo así como un latinoamericano honoris causa. Y lo tengo muy a gala.

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