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Hace un mes, más exactamente el 24 de diciembre, se nos murió en Buenos Aires uno de los más grandes luchadores por causas que otros —los más— dan perdidas de antemano: Osvaldo Bayer. Su nombre está unido de manera indisoluble con la historia del anarquismo y la lucha por la justicia social en ese país que, al contrario de Saturno, es devorado por sus propios hijos y se llama Argentina. Bastaría nombrar su obra fundamental, los cuatro tomos de La Patagonia rebelde (que darían pie a uno de los mejores filmes argentinos de todos los tiempos), para asegurarle un nombre en los anales de su país. Pero su obra de historiador de la lucha de los pueblos originarios a los que se despojó de su riqueza con base en criterios racistas que todavía subsisten y, por otra parte, la de combatiente por los derechos humanos no es menor en importancia que aquella obra capital.
Tuve la inmensa suerte de conocerlo y ser su amigo. Los conocí juntos, el 3 de julio de 1977, a él y a Marlies, su esposa. Lo sé con certeza porque ese día di una conferencia sobre literatura latinoamericana en Das Haus der Begegnung [la Casa del Encuentro] de la Iglesia Evangélica Alemana, cerca de Duisburgo, y ellos acudieron al acto. Estaban recién llegados, huyendo de la dictadura criminal de Videla, Massera, Astiz & Co., y esa amistad nuestra, anudada desde aquel día, no se aflojó nunca. Lo llevé a la Radio Deutsche Welle y estuvo colaborando con nuestra redacción hasta que regresó a la Argentina. Muchos de esos años alemanes los pasó en Berlín y cuando yo viajaba allí, varias veces me alojé en su departamento cerca de Tempelhof, pero si no me alojaba allí, de todos modos siempre nos juntábamos una noche para cenar en un restaurante que elegía él. Recuerdo sobre todo uno de Charlottenburg, archiberlinés, de cuyas paredes colgaba obra gráfica original de Heinrich Zille.. Y cuando luego regresó a Argentina y repartía su tiempo entre Buenos Aires y la casa de Linz del Rhin, todas las veces íbamos a visitarlos un día para platicar.
Aparte de los valores humanos de la pareja y de la talla —más que intelectual, humanista— de Osvaldo, lo que más me cautivaba de su personalidad era cuando recordaba sus tiempos de piloto de una chata (así le llaman allá a esos barcos planos para el transporte de mercancías) en el río Paraná; era como escuchar a un Mark Twain criollo. Su coherencia, su honestidad, su anarquismo de buena ley, son algo que siempre me impresionó, Y su formidable estilo como escritor historiador. No todos los historiadores escriben de esa manera tan sabia como sabía hacerlo Osvaldo. Como decía Chesterton de Bernard Shaw, reunía en su persona el ser inteligente y el ser inteligible.