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Una amiga venezolana me escribió una vez: «Hay algo descorazonador en la manía de querer siempre tener la razón o la última palabra. Después de vivir más de 30 años en España, reconozco que esa manía –más que la inveterada envidia que siempre se les atribuye– es algo que caracteriza, hélas, a los españoles. Pero sin duda, también en esto me equivoco. Más ecuménico que yo, el economista John Kenneth Galbraith no atribuía dicha manía a nacionalidad alguna, a la hora de definirla: “Ante la disyuntiva de cambiar de opinión o demostrar que no es necesario hacerlo, casi todo el mundo se ocupa de la prueba”».
Creo que mi amiga tiene razón, y John Kenneth Galbraith también. Es en efecto una manía muy extendida entre los españoles, y por herencia natural –todo hay que decirlo– entre los latinoamericanos de lengua castellana, y el mejor ejemplo que puede aducirse al respecto se encuentra en el Romancero de la vieja España, que Guillén de Castro reflejó así en su drama Las mocedades del Cid: «Procure siempre acertalla /el honrado y principal, /pero si la acierta mal, /defendella y no enmendalla». Un hidalgo no podía retractarse de lo que había sostenido, so pena de quedar en entredicho.
Solo que conozco no pocos ejemplos de esa contumacia entre mis amistades de varias nacionalidades, entre ellas la alemana.
Ahora bien, en materia de últimas palabras, las que más me interesan (por no decir las únicas que lo hacen) son las que se pronuncian antes de morir. En un tema del que ya me he ocupado dos veces en estas columnas mías, en el 2010 y en el 2016, y las he repasado y me han vuelto a conmover algunas, como por ejemplo las de Heine («Dios me perdonará. Es Su oficio») o las de Van Gogh: «Por favor no llores, es mejor así para todos. La tristeza durará toda la vida. Yo ahora vuelvo a casa». Y me han vuelto a divertir las del filósofo español Ortega y Gasset, arrecho por los esfuerzos de la Santa Madre Iglesia para administrarle los sacramentos en su lecho de muerte: «En este país ni siquiera se puede uno morir en paz», o las del comandante inglés Herbert Armstrong, quien asesinó a su esposa Katharine, le condenaron a muerte,.y cuando subió al patíbulo alzó los ojos al cielo y dijo con absoluta sangre fría británica: «I’am coming, Katie!»
Y volviendo al tema inicial, que decir la última palabra es un rasgo característico de los españoles, les cuento que he descubierto un método infalible para no ser nunca acusado de modo tan negativo. Es este: cuando alguien disiente de algo que le digo y me lo hace saber por escrito, sencillamente no le contesto, y así es él, o ella, no importa su nacionalidad, quien dijo la última palabra, y no yo.