El viernes de la semana pasada, al leer el diario, encontré una noticia con la que me sentí como
si el señor Joseph Ratzinger —ex-Benedicto XVI— me quisiera tomar el pelo a mí y a toda la generación del 68, a la que puso el mundo patas arriba.
Ahora resulta que somos nosotros, los de la generación del 68, los culpables de los abusos sexuales de los sacerdotes católicos con menores de edad, nosotros los maleamos con nuestro mal ejemplo. ¿Habrá que regalarle a Ratzinger los diez tomos de la Historia criminal de la cristiandad, de Karlheinz Deschner, o quizá mejor la edición puesta al día en 1992 de su “¡Qué cruz con esta Iglesia!
Una historia sexual de la
cristiandad”?
Pero eso no es todo. De la lectura del texto publicado por el señor Ratzinger en Das Klerusblatt [La Hoja del Clero], se deduce que los damnificados por los abusos sexuales de los sacerdotes no son los menores de edad de quienes se abusó, sino la santa Iglesia católica, apostólica y romana, y la eucaristía. Y no solo eso, sino que la situación planteada se debió a “la ausencia de Dios” en la vida moderna.
A lo largo del prolijo documento, 5.501 palabras distribuidas en 47 párrafos, no se encuentra ni una sola vez una confesión de culpa propia ni de contrición, ni siquiera de atrición, cosa por otro lado congruente con el veredicto del benedicto señor Ratzinger, de que los culpables son otros, no los miembros de su Iglesia. Peor aun: tampoco se encuentra una sola palabra pidiendo perdón o, al menos, disculpas a los afectados por los abusos sexuales.
La impresión que uno saca de la lectura del documento (al parecer publicado con la aprobación del papa en ejercicio) es que en la cabeza de Ratzinger sigue rigiendo el principio de la dicotomía absoluta: la santa Iglesia de un lado, el mundo —perverso y malvado— del otro. Dicotomía según la cual los servidores de la Iglesia son poco menos que ángeles, a los que el mundo pervierte y malea... sobre todo desde la revolución sexual del 68. Y no solo eso: parte de la culpa la tiene el bendito Roncalli (a) Juan XXIII, por haber abierto las ventanas de la Iglesia en 1962, con el Concilio Vaticano II, para purificar el aire podrido que ya entonces se respiraba en ella.
Hace unas semanas, en mi columna en estas mismas páginas caractericé el papado de Bergoglio, sucesor de Ratzinger en la silla de San Pedro, como “mucho ruido y pocas nueces”. En cuanto a su predecesor, el señor Ratzinger, a quien todo el mundo le atestigua una soberana inteligencia, no se me ocurre otra cosa que aquello que mi abuela Remedios, tan bella y sabia, decía de alguien que le parecía un caradura: “Tiene más cara que un puesto ‘e muñecos”.
El viernes de la semana pasada, al leer el diario, encontré una noticia con la que me sentí como
si el señor Joseph Ratzinger —ex-Benedicto XVI— me quisiera tomar el pelo a mí y a toda la generación del 68, a la que puso el mundo patas arriba.
Ahora resulta que somos nosotros, los de la generación del 68, los culpables de los abusos sexuales de los sacerdotes católicos con menores de edad, nosotros los maleamos con nuestro mal ejemplo. ¿Habrá que regalarle a Ratzinger los diez tomos de la Historia criminal de la cristiandad, de Karlheinz Deschner, o quizá mejor la edición puesta al día en 1992 de su “¡Qué cruz con esta Iglesia!
Una historia sexual de la
cristiandad”?
Pero eso no es todo. De la lectura del texto publicado por el señor Ratzinger en Das Klerusblatt [La Hoja del Clero], se deduce que los damnificados por los abusos sexuales de los sacerdotes no son los menores de edad de quienes se abusó, sino la santa Iglesia católica, apostólica y romana, y la eucaristía. Y no solo eso, sino que la situación planteada se debió a “la ausencia de Dios” en la vida moderna.
A lo largo del prolijo documento, 5.501 palabras distribuidas en 47 párrafos, no se encuentra ni una sola vez una confesión de culpa propia ni de contrición, ni siquiera de atrición, cosa por otro lado congruente con el veredicto del benedicto señor Ratzinger, de que los culpables son otros, no los miembros de su Iglesia. Peor aun: tampoco se encuentra una sola palabra pidiendo perdón o, al menos, disculpas a los afectados por los abusos sexuales.
La impresión que uno saca de la lectura del documento (al parecer publicado con la aprobación del papa en ejercicio) es que en la cabeza de Ratzinger sigue rigiendo el principio de la dicotomía absoluta: la santa Iglesia de un lado, el mundo —perverso y malvado— del otro. Dicotomía según la cual los servidores de la Iglesia son poco menos que ángeles, a los que el mundo pervierte y malea... sobre todo desde la revolución sexual del 68. Y no solo eso: parte de la culpa la tiene el bendito Roncalli (a) Juan XXIII, por haber abierto las ventanas de la Iglesia en 1962, con el Concilio Vaticano II, para purificar el aire podrido que ya entonces se respiraba en ella.
Hace unas semanas, en mi columna en estas mismas páginas caractericé el papado de Bergoglio, sucesor de Ratzinger en la silla de San Pedro, como “mucho ruido y pocas nueces”. En cuanto a su predecesor, el señor Ratzinger, a quien todo el mundo le atestigua una soberana inteligencia, no se me ocurre otra cosa que aquello que mi abuela Remedios, tan bella y sabia, decía de alguien que le parecía un caradura: “Tiene más cara que un puesto ‘e muñecos”.