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Héctor y la mujer brava

Rocío Arias Hofman
14 de marzo de 2009 - 04:00 a. m.
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¿YA LEYERON EL ELOGIO DE LA MUjer brava que publicó Héctor Abad en Semana.com?

Si lo hicieron, lo que sigue a continuación puede tomarse como irreprimible contestación a sus palabras. Si todavía no lo han hecho, no dejen de sumergirse en la prosa abadiana, ese río de aguas fluidas con cascadas y meandros en su recorrido. Héctor Abad puso la cascarita al afirmar que “esas mujeres nuevas, esas mujeres bravas que exigen, trabajan, producen, joden y protestan, son las más desafiantes y por eso mismo las más estimulantes, las más entretenidas, las únicas con quienes se puede establecer una relación duradera, porque está basada en algo más que en abracitos y besos, o en coitos precipitados seguidos de tristeza”.

 Mal haría yo en hablar en nombre de quienes no me lo han pedido, pero mujeres como las que describe Héctor Abad conozco muchas, muchísimas. Les pasa en general todo lo que él relata, pero dudo mucho que la trifulca con los hombres quede resuelta para ellas si, animados por los fervorosos augurios del escritor, se deciden a desearlas con tanto ímpetu. Es verdad que la bravura de estas mujeres suele desearse de manera contraria a la de los toros de lidia. Nadie las cuida en pastos generosos ni son veneradas siquiera en el ritual de su muerte. A las mujeres que son “menos santas” como describe Héctor Abad, no les gustan, sin embargo, los hombres crucificados aunque se comporten cual George Bataille enarbolando “su pequeño” como arma de guerra. Las lágrimas magdalenas se las gastan en otros lamentos. Estas mujeres imaginarias y reales están pobladas por otras angustias, créanme. Las causadas por los hombres machitos —“animalitos” como los llama Héctor Abad— son menores si se quiere.

Ángela Pralini, la mujer sembrada por la escritora brasileña Clarice Lispector en Un soplo de vida puede desentrañar parte de este misterio. Ángela es una extensión de la autora, la interpreta aunque no logra liberarla de la angustia esencial: “Vengo de una larga añoranza. Yo, a quien elogian y adoran. Pero nadie quiere saber nada conmigo. Mi aliento de siete gatos amedrenta a quienes podrían venir. Con excepción de unos pocos, todos me tienen miedo, como si yo mordiese”. Cuando la escritora Almudena Grandes pone en boca de una de sus protagonistas de Atlas de geografía humana, la celebración antológica que reza así “queridas amigas mías, estoy cumpliendo 37 años y estoy situada exactamente en el epicentro de la catástrofe”, hace referencia precisamente a cómo se exacerba en el caso de las mujeres bravas la manera en que perciben el mundo. Como si todo quedara en carne viva. Me temo que les duele vivir más. Y quizá se digan como Ángela “me llevo mejor conmigo misma cuando soy infeliz: hay un encuentro. Cuando me siento feliz, me parece que soy otra. Aunque otra de la misma. Otra extrañamente alegre, retozona y levemente infeliz: así es mejor”.

 Por cierto, Héctor, hay mujeres bravísimas con piel y senos de veinteañeras, que no van a bufar si les murmuras al oído ¡Ah, esa mujer, sorda como una rosa! (Jorge Mario Echeverri) y que lo van a dar facilísimo si les da la gana y se van a quedar quizá tan tristes como tú al final del coito, porque hacer el amor duele. Porque en últimas, ser brava no pasa sólo por la relación con los hombres. Lo siento. Tiene que ver con otro verso. Este de la cubana Loynaz:  “¡Cómo miraré yo el río, que me parece que fluye de mí!”.

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