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Dos hechos constitucionales fundamentales se celebran en estas semanas. El 30 de agosto se cumplen 200 años de la promulgación de la llamada Constitución de Cúcuta, que fue nuestra primera Constitución nacional. Y el 4 de julio se cumplieron los primeros 30 años de la Constitución de 1991, que es nuestra última carta constitucional.
Esta coincidencia justifica una breve nota histórica, que puede además ser útil para reflexionar sobre ciertas constantes de nuestro constitucionalismo.
La Constitución de Cúcuta tuvo en sí misma una historia desafortunada pues rigió pocos años. En la práctica fue abolida por la Convención de Ocaña de 1828, que desembocó en la dictadura de Bolívar; luego fue formalmente reemplazada por la Constitución de 1830.
A pesar de esa historia efímera, que parece hacerla irrelevante, esa Constitución es trascendental, no sólo porque organizó nuestras primeras instituciones políticas nacionales independientes sino, además, porque estableció ciertos principios y diseños constitucionales que se han mantenido, incluso en la Constitución de 1991. Por eso, en un libro publicado en 1971, mi padre, Leopoldo Uprimny, sostuvo que esa Constitución era el fundamento del derecho constitucional colombiano, tesis que fue reafirmada por el historiador Jaime Jaramillo Uribe, quien sostuvo en 1998 que la Constitución de Cúcuta se había convertido en el “modelo que con variaciones relativamente secundarias ha regido la organización constitucional del país hasta nuestros días”.
No creo que las modificaciones introducidas por la Carta de 1991, o por la Constitución laica y federal de 1863, o por la reforma constitucional de 1936 sean variaciones meramente secundarias frente a la Constitución de 1821. Sin embargo, comparto la tesis de mi padre y de Jaramillo Uribe de que la Constitución de 1821 adoptó ciertas decisiones constituyentes que se volvieron constantes en nuestra la historia constitucional. Señalo al menos las siguientes ocho: i) el Estado de derecho o la idea del sometimiento de los gobernantes a la ley, ii) el principio republicano y democrático conforme al cual el poder se basa en el consentimiento de los gobernados, iii) la alternancia con elecciones periódicas, iv) el reconocimiento y la garantía de los derechos de las personas, v) la separación de poderes, vi) con especial protección de la independencia judicial, vii) el bicameralismo y viii) el presidencialismo.
Estos principios y diseños constitucionales nunca han sido cuestionados, ni siquiera por las élites más autoritarias, tal vez con la excepción del intento de Laureano Gómez, afortunadamente fracasado, de imponer un régimen corporativo inspirado en el franquismo.
Por ello algunos historiadores hablan de la adhesión de la cultura política colombiana a una suerte de consenso republicano y democrático en torno a los principios y diseños constitucionales adoptados por la Constitución de Cúcuta, que fueron mantenidos incluso por la Constitución de 1991, a pesar de los profundos cambios que esta introdujo, con toda razón, para corregir los sesgos autoritarios, excluyentes, confesionales, centralistas y homogeneizadores de la Constitución de 1886.
Estas constantes constitucionales derivadas de la Constitución de Cúcuta no deben ser sacralizadas pues algunas son problemáticas, como el presidencialismo, que es malo para la democracia, por lo cual algunos hemos defendido formas parlamentarias o semiparlamentarias de gobierno para América Latina y Colombia. Pero ese consenso republicano y democrático es un valor de nuestra cultura política que debemos cuidadosamente proteger, sobre todo en estos tiempos de vientos autoritarios.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.