Me resulta difícil escribir sobre la situación de Venezuela, porque no tengo clara cuál es la mejor estrategia para lograr una salida de la crisis y el restablecimiento de la democracia. Y usualmente prefiero callar en aquellos temas en que creo que no puedo contribuir a la discusión pública. Me resulta, sin embargo, imposible no escribir sobre Venezuela, pues no quiero que mi silencio sea entendido como indiferencia frente al sufrimiento de los venezolanos, o como apoyo a la dictadura de Maduro o condescendencia frente a una eventual intervención militar en ese país.
Frente a este dilema, decidí expresar en esta columna mis convicciones, pero también mis perplejidades, frente a la coyuntura venezolana.
Mi primera convicción es que el gobierno de Maduro es una dictadura, pues acabó la separación de poderes y anuló la Constitución de 1999 al elegir amañadamente una asamblea constituyente todopoderosa, sin garantías electorales, por su persecución a los opositores y su control sobre el poder judicial y sobre los órganos electorales. Por eso rechazo el régimen de Maduro y discrepo de aquellos sectores de izquierda que aún lo defienden, ignorando sus rasgos dictatoriales, su represión de la oposición y de la protesta social y su incompetencia económica. Y comparto entonces los esfuerzos por lograr un restablecimiento de la democracia venezolana.
Esta primera convicción, que parecería matricularme en la derecha radical latinoamericana, se acompaña de una segunda, que es contraria a las visiones de estos sectores, y es que estoy totalmente en contra de cualquier intervención militar en Venezuela. Y lo hago no solo por un asunto de principios y respeto al derecho internacional, sino además porque estoy convencido de que una intervención militar agravaría la situación venezolana y generaría una catástrofe humanitaria aún mayor. La razón: aunque todo indica que la mayoría de los venezolanos rechazan hoy a Maduro, es claro también que el gobierno cuenta aún con algunos apoyos sociales y con el respaldo de las Fuerzas Armadas, por lo que una intervención militar podría llevar a una dolorosísima guerra civil, que debemos evitar. Además, la experiencia reciente muestra que las intervenciones militares apoyadas por Estados Unidos para forzar cambios de régimen, como en Siria, Libia o Irak, han tenido resultados catastróficos.
Estas dos convicciones me llevan a una conclusión, que comparto con luchadores de derechos humanos en Venezuela, como los integrantes de Provea, a quienes respeto y admiro, y es que la salida a la crisis en Venezuela debe ser pacífica, dialogada y electoral, apoyada en presiones internacionales y movilizaciones sociales, como la que se hará el próximo 12 de febrero. Y que podría tomar como marco de entendimiento la Constitución de 1999, que muchos apoyan, como marco institucional para una elección libre para un gobierno de transición.
Mi última convicción es que pase lo que pase en Venezuela, América Latina y Colombia en particular deben intensificar sus esfuerzos por acoger dignamente a los refugiados y a los migrantes venezolanos. Es no solo una obligación jurídica, sino un deber ético con un pueblo hermano, que en su momento acogió a millones de colombianos.
Y ahí cesan mis convicciones y empiezan mis perplejidades. Tengo claro que en el pasado el diálogo sirvió a Maduro para ganar tiempo y enfriar las presiones en su contra y así mantenerse en el poder. Comprendo entonces a quienes consideran que la presión internacional debe incrementarse y poner ultimátums. Pero temo que estos afanes conduzcan a la catástrofe de una intervención militar, que algunos desean, por lo que la prudencia parece igualmente necesaria.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.
Me resulta difícil escribir sobre la situación de Venezuela, porque no tengo clara cuál es la mejor estrategia para lograr una salida de la crisis y el restablecimiento de la democracia. Y usualmente prefiero callar en aquellos temas en que creo que no puedo contribuir a la discusión pública. Me resulta, sin embargo, imposible no escribir sobre Venezuela, pues no quiero que mi silencio sea entendido como indiferencia frente al sufrimiento de los venezolanos, o como apoyo a la dictadura de Maduro o condescendencia frente a una eventual intervención militar en ese país.
Frente a este dilema, decidí expresar en esta columna mis convicciones, pero también mis perplejidades, frente a la coyuntura venezolana.
Mi primera convicción es que el gobierno de Maduro es una dictadura, pues acabó la separación de poderes y anuló la Constitución de 1999 al elegir amañadamente una asamblea constituyente todopoderosa, sin garantías electorales, por su persecución a los opositores y su control sobre el poder judicial y sobre los órganos electorales. Por eso rechazo el régimen de Maduro y discrepo de aquellos sectores de izquierda que aún lo defienden, ignorando sus rasgos dictatoriales, su represión de la oposición y de la protesta social y su incompetencia económica. Y comparto entonces los esfuerzos por lograr un restablecimiento de la democracia venezolana.
Esta primera convicción, que parecería matricularme en la derecha radical latinoamericana, se acompaña de una segunda, que es contraria a las visiones de estos sectores, y es que estoy totalmente en contra de cualquier intervención militar en Venezuela. Y lo hago no solo por un asunto de principios y respeto al derecho internacional, sino además porque estoy convencido de que una intervención militar agravaría la situación venezolana y generaría una catástrofe humanitaria aún mayor. La razón: aunque todo indica que la mayoría de los venezolanos rechazan hoy a Maduro, es claro también que el gobierno cuenta aún con algunos apoyos sociales y con el respaldo de las Fuerzas Armadas, por lo que una intervención militar podría llevar a una dolorosísima guerra civil, que debemos evitar. Además, la experiencia reciente muestra que las intervenciones militares apoyadas por Estados Unidos para forzar cambios de régimen, como en Siria, Libia o Irak, han tenido resultados catastróficos.
Estas dos convicciones me llevan a una conclusión, que comparto con luchadores de derechos humanos en Venezuela, como los integrantes de Provea, a quienes respeto y admiro, y es que la salida a la crisis en Venezuela debe ser pacífica, dialogada y electoral, apoyada en presiones internacionales y movilizaciones sociales, como la que se hará el próximo 12 de febrero. Y que podría tomar como marco de entendimiento la Constitución de 1999, que muchos apoyan, como marco institucional para una elección libre para un gobierno de transición.
Mi última convicción es que pase lo que pase en Venezuela, América Latina y Colombia en particular deben intensificar sus esfuerzos por acoger dignamente a los refugiados y a los migrantes venezolanos. Es no solo una obligación jurídica, sino un deber ético con un pueblo hermano, que en su momento acogió a millones de colombianos.
Y ahí cesan mis convicciones y empiezan mis perplejidades. Tengo claro que en el pasado el diálogo sirvió a Maduro para ganar tiempo y enfriar las presiones en su contra y así mantenerse en el poder. Comprendo entonces a quienes consideran que la presión internacional debe incrementarse y poner ultimátums. Pero temo que estos afanes conduzcan a la catástrofe de una intervención militar, que algunos desean, por lo que la prudencia parece igualmente necesaria.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.