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La ministra de Minas, Irene Vélez, ha sido ridiculizada por plantear en el Congreso Nacional de Minería una idea valiosa: que la salida a la crisis ambiental global es exigir el decrecimiento de los países desarrollados. Por ejemplo, María Isabel Rueda, en su columna, ironizó que la ministra había desplazado a Pambelé porque estaría sosteniendo que es mejor ser pobre y enfermo que rico y sano, un ataque compartido por un trino de Luis Carlos Vélez. El economista Daniel Mejía, con mejores argumentos, sostuvo en unos trinos y en una entrevista en Blu Radio que la tesis del decrecimiento carece de sustento empírico.
Creo que la ministra, como diría alguna conocida propaganda, estaba en el lugar equivocado para defender esa tesis. En un congreso minero el auditorio esperaba, con razón, planteamientos específicos de Vélez sobre la política minera y no una digresión abstracta, más propia de una académica sin responsabilidades ministeriales. Esta falta de sentido político se vio agravada por el posterior desplante de la ministra a la prensa, cuando le cuestionaron su tesis, hecho por el cual ya se disculpó. A pesar de eso, creo que la visión de Vélez es seria y amerita un debate adecuado. Tiene entonces razón Juan Pablo Ruiz de que la tesis del decrecimiento es valiosa, pero fue propuesta en forma inoportuna.
Los planteamientos sobre el decrecimiento no son nuevos. Paul Lafargue defendió en el siglo XIX el “derecho a la pereza” en un bello texto. En los años 70, frente a la evidencia de las restricciones ambientales, esas visiones fueron retomadas y fortalecidas por autores como Ivan Illich o André Gorz. Y aquí una confesión personal: hace casi 40 años, cuando era estudiante e influido por esos autores, defendí visiones semejantes al decrecimiento en un artículo del cual aún siento bastante orgullo: “El modelo económico de la pereza”, que fue republicado en 2017 por la revista Divergencia No. 22 del Externado.
A pesar de la diversidad de matices, estos planteamientos comparten una crítica a la idea de que la mejor forma de lograr la expansión de las capacidades y el bienestar humanos es crecer y crecer, que es una tesis, casi un dogma, compartida paradójicamente tanto por el marxismo ortodoxo como por la economía neoclásica.
Esta crítica al crecimiento ilimitado podría resumirse en tres puntos básicos.
Primero, una evidencia socioeconómica, que es la llamada “paradoja de Easterlin”: una vez superado un umbral del PIB/cápita, que un autor como Tim Jackson, en su libro sugestivamente titulado Prosperidad sin crecimiento, sitúa en aproximadamente US$15.000 en paridad de poder adquisitivo, casi todos los indicadores de bienestar, como satisfacción con la vida, esperanza de vida o salud física y mental, dejan de estar asociados a mayor crecimiento y dependen de otros factores.
Segundo, el aporte de la ecología: dado que la Tierra es finita, el crecimiento ilimitado tiende a tornarse ambientalmente insostenible, como lo evidencia el cambio climático, aunque ciertos desarrollos tecnológicos puedan reducir los impactos ambientales negativos del crecimiento.
Tercero, una visión filosófica: una vez satisfechas ciertas necesidades materiales, la calidad de nuestra vida no depende esencialmente de que tengamos más objetos y más dinero. No es porque podamos comprar cada año un nuevo celular que seamos más felices y tengamos una vida más plena.
Esas tres tesis, contrario a lo dicho por Mejía, eran ya sólidas en 1980 y han recibido respaldo creciente en las últimas décadas. Por eso esta columna es una invitación a que hagamos crecer la calidad del debate sobre el decrecimiento, en vez de decrecerlo y empobrecerlo con descalificaciones efectistas pero poco serias.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.