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Las elecciones presidenciales del próximo martes en Estados Unidos no solo son decisivas y divisivas, sino que además expresan con dramatismo el declive de la democracia constitucional que se está dando desde hace unos 15 años en todo el mundo.
Estas elecciones presidenciales son diferentes a cualquiera que haya tenido Estados Unidos. No se trata de la elección entre Obama y McCain en 2008, que expresaban visiones políticas distintas, pero ambos, con una trayectoria sin manchas, estaban comprometidos con la democracia. El martes podría ser reelecto Trump, cuyas credenciales democráticas son pobres, como lo mostró en su primera presidencia: fue condenado penalmente por 34 cargos. Nunca reconoció su derrota contra Biden e intentó mantenerse en el poder tratando de revertir los resultados e incitando el asalto al Capitolio, que son hechos por los cuales también está siendo procesado. Y para no hablar de sus recurrentes y alucinantes mentiras, su discurso de odio, sus ataques incesantes a la prensa, su apoyo al supremacismo blanco, sus documentados acosos a mujeres o su ataque al multilateralismo, precisamente en el momento en que más necesitamos la cooperación global para enfrentar crisis existenciales, como el cambio climático. Ah: es que Trump no cree mucho en el cambio climático...
La elección de Trump sería una terrible trompada a la democracia no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo, pues son claras sus simpatías por otros líderes autoritarios. En cambio, Kamala Harris representa un claro compromiso con los valores democráticos, aunque uno pueda estar radicalmente en contra de ciertas políticas de su gobierno, como su irrestricto apoyo a Israel, a pesar de la masacre y los crímenes internacionales del gobierno de Netanyahu en Gaza y Líbano. Por eso, no lo niego: cruzo los dedos para que este martes gane Harris. Creo, además, que su victoria tendría algo de justicia poética: una mujer afroasiática, hija de inmigrantes, decente y con una trayectoria impecable como fiscal, derrota a un patriarca blanco, patán, billonario, racista, acosador, antiinmigrante y condenado penalmente. En cambio, su derrota sería un terrible mensaje, incluso a nivel moral.
Esta elección es entonces decisiva, pero es además divisiva pues más o menos la mitad de los estadounidenses apoya a Trump y esta situación no es exclusiva de Estados Unidos: en muchas otras partes del mundo muchas opciones autoritarias son apoyadas por buena parte del electorado, como lo muestran los triunfos recurrentes de Orbán en Hungría, Erdogan en Turquía, Modi en India, Bukele en El Salvador o Milei en Argentina. O el ascenso de la extrema derecha en varias democracias sólidas europeas como Francia, Alemania, Italia, Países Bajos o Austria.
Luego de una cierta primavera de la democracia constitucional y del multilateralismo entre 1990 y 2010, el declive democrático es claro. Esto lo reconoce Fukuyama, quien luego de postular en su best seller de los noventas, El fin de la Historia, que la democracia liberal había triunfado, reconoce ahora ese retroceso en uno de sus últimos libros. En El liberalismo y sus desencantos, Fukuyama argumenta que esto puede deberse a que esa primavera democrática se acompañó de una globalización neoliberal, que incrementó las desigualdades y minó la democracia. Este tipo de exploración debe seguirse. Quienes creemos que la democracia constitucional, a pesar de sus imperfecciones, es aún la mejor forma de gobierno disponible no podemos simplemente lamentarnos de su marchitamiento: tenemos que comprender por qué hoy es tan popular ser antidemocrático si queremos realmente tener mejores herramientas para defender y profundizar la democracia. O veremos colapsar la democracia a través de medios aparentemente democráticos, como lo advierten Levitsky y Ziblatt en su best seller Cómo mueren las democracias.
* Investigador de Dejusticia y profesor Universidad Nacional.