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Participé en un evento en Uruguay en la misma semana en que el gobierno Duque anunció la promulgación de un decreto que ordena a la policía destruir las drogas ilícitas que encuentre en cualquier requisa, incluso si se trata de cantidades menores a la dosis mínima. Pensé metafóricamente que así como ambos países se encuentran geográficamente en los extremos de Suramérica, igualmente sus políticas frente a las drogas están en la antípoda una de otra.
Uruguay empezó hace cinco años el desmonte de la prohibición de las drogas, al menos parcialmente, pues admitió que existiera una oferta legal de cannabis para usos recreativos para los usuarios mayores de edad: algunos obtienen su marihuana del autocultivo, que quedó autorizado, ya sea en forma individual o por medio de las llamadas asociaciones cannábicas, mientras que otros acceden a la sustancia a través de ciertas farmacias autorizadas para vender una marihuana producida estatalmente. Todo eso sometido a reglamentaciones estrictas para evitar abusos, como la venta a menores de edad.
La puesta en marcha de esta política no ha sido fácil, pero su funcionamiento ha permitido disipar la mayor parte de los temores de quienes se opusieron a esa audaz medida. Además, la política ha tenido efectos benéficos para los usuarios, que ya no tienen que acudir a redes de distribución criminales, no son discriminados y reciben una sustancia de calidad controlada. Esto explica que el apoyo ciudadano a esta política esté creciendo.
Obviamente el esquema uruguayo dista de ser perfecto, por lo que es probable que, a medida que se hagan seguimientos más precisos, sea necesario introducirle ajustes. Pero Uruguay está mostrando que es posible una política frente a la marihuana más racional y humana, y con un verdadero enfoque de salud pública, muy semejante a sus políticas frente al tabaco y al alcohol.
Por el contrario, Colombia retrocede con el decreto del Gobierno y la propuesta del fiscal general de limitar rígidamente la llamada “dosis de aprovisionamiento”, que analicé en mi columna de hace dos semanas.
Con el decreto gubernamental, la policía se sentirá autorizada a hacer más requisas a quienes tienen pinta de consumidores, según los criterios de los propios policías, que suelen ser discriminatorios, como lo mostró la investigación realizada por el colega Sebastián Lalinde, “Requisas a discreción”. Para evitar esos acosos policiales, muchos de estos consumidores tenderán entonces a comprar en grupo cantidades mayores, pero entonces superarán los límites rígidos de la “dosis de aprovisionamiento” propuesta por el fiscal, y si resultan detenidos serán procesados y condenados como traficantes a varios años de cárcel.
Estas nuevas medidas, de ser aprobadas, someten entonces al acoso policial y a un alto riesgo de criminalización de facto a muchos usuarios, lo cual es contraproducente para enfrentar el problema del abuso de estas sustancias, pues incrementa la marginación de estos consumidores. Además, es una política discriminatoria ya que afecta sobre todo a los consumidores pobres que compran su droga en las calles, mientras que no tiene impacto sobre los consumidores pudientes, que usualmente logran que la droga les sea llevada a sus casas. ¿No sería mejor que la policía se dedique a combatir graves crímenes en vez de andar requisando eventuales consumidores de drogas?
En vez de estas medidas punitivas y discriminatorias, que sólo causan arbitrariedades y sufrimientos innecesarios, Colombia debería acompañar los esfuerzos uruguayos por escapar a la irracionalidad de la prohibición y avanzar en políticas más humanas frente a los consumidores de drogas.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.
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