Es infortunado que esté empantanado en el Congreso el Acuerdo de Escazú, un importante tratado que busca reforzar la protección ambiental en América Latina, para lo cual hace esencialmente cuatro cosas: (i) robustece el derecho ciudadano a acceder a información ambiental y establece deberes proactivos de las autoridades de suministrar esa información; (ii) fortalece la participación ciudadana en este campo; (iii) mejora el acceso a la justicia en temas ambientales, y (iv) protege en forma especial a los defensores ambientales, que corren graves peligros en varios países, especialmente en Colombia.
Dados esos nobles propósitos y contenidos del tratado, creo que la oposición a aprobarlo se funda en una mala comprensión de su contenido y sus implicaciones.
Un ejemplo de esas confusiones es la reciente columna de Germán Vargas Lleras en El Tiempo donde afirma que ese tratado es negativo porque incorporaría en Colombia el polémico principio de precaución, que permite “detener cualquier intervención con la mera sospecha de un potencial daño”. Y que además el tratado contiene también “el muy controvertido principio precautorio”. Estas afirmaciones de Vargas Lleras tienen tres errores: (i) el principio precautorio es el mismo principio de precaución; (ii) ese principio ya está incorporado en nuestro ordenamiento jurídico desde hace rato, como lo ha señalado la Corte Constitucional en innumerables sentencias, como la C-988/04 o la C-595/10, y (iii) no es cierto que ese principio bloquee toda actividad por una simple sospecha de cualquier daño. Lo que dice es que si hay bases científicas razonables para temer un daño que sea grave e inaceptable, entonces la falta de certeza sobre su ocurrencia o sus mecanismos causales no debe impedir tomar medidas de precaución.
El principio de precaución es entonces algo distinto y menos tremendista a lo que afirma Vargas Lleras. Y es además razonable, pues si hay bases científicas para temer un daño inaceptable, ¿no es prudente tomar medidas para prevenirlo?
Esos malos entendimientos del tratado, que a veces no son tan inocentes, lo convierten en un monstruo contra el desarrollo económico. Y obviamente los monstruos asustan. Pero la realidad es distinta: el tratado materializa la idea de desarrollo sostenible, que no solo tiene rango constitucional, sino que es hoy el único concepto de desarrollo admisible y viable, dadas las restricciones ambientales que el mundo enfrenta. Y que además es estratégico para Colombia dada nuestra riqueza en biodiversidad.
La aprobación del Acuerdo de Escazú sería además un mensaje poderoso a los líderes ambientales de que las amenazas en su contra importan al Congreso. Su rechazo significaría que esas muertes y amenazas, que son una de las razones de la minga, no conmueven ni interesan a los parlamentarios.
Las dificultades del tratado en el Congreso derivan de las dudas o el rechazo de miembros de la coalición gubernamental, mientras que el acuerdo es apoyado por la oposición. Esto no deja de ser paradójico, pues este tratado fue presentado al Congreso por el presidente Duque como uno de los pocos compromisos derivados de la “Gran Conversación Nacional”, que convocó como consecuencia de las masivas protestas de finales del año pasado.
Corresponde entonces al presidente insistir a sus bancadas en que este tratado merece ser aprobado no solo por sus méritos intrínsecos, sino porque es un proyecto con el cual el Gobierno se comprometió. No hacerlo sería confirmar que en Colombia los gobiernos no honran sus promesas, una de las razones, y no menor, de la actual minga, que en parte busca precisamente que las autoridades cumplan con los compromisos adquiridos en movilizaciones anteriores.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.
Es infortunado que esté empantanado en el Congreso el Acuerdo de Escazú, un importante tratado que busca reforzar la protección ambiental en América Latina, para lo cual hace esencialmente cuatro cosas: (i) robustece el derecho ciudadano a acceder a información ambiental y establece deberes proactivos de las autoridades de suministrar esa información; (ii) fortalece la participación ciudadana en este campo; (iii) mejora el acceso a la justicia en temas ambientales, y (iv) protege en forma especial a los defensores ambientales, que corren graves peligros en varios países, especialmente en Colombia.
Dados esos nobles propósitos y contenidos del tratado, creo que la oposición a aprobarlo se funda en una mala comprensión de su contenido y sus implicaciones.
Un ejemplo de esas confusiones es la reciente columna de Germán Vargas Lleras en El Tiempo donde afirma que ese tratado es negativo porque incorporaría en Colombia el polémico principio de precaución, que permite “detener cualquier intervención con la mera sospecha de un potencial daño”. Y que además el tratado contiene también “el muy controvertido principio precautorio”. Estas afirmaciones de Vargas Lleras tienen tres errores: (i) el principio precautorio es el mismo principio de precaución; (ii) ese principio ya está incorporado en nuestro ordenamiento jurídico desde hace rato, como lo ha señalado la Corte Constitucional en innumerables sentencias, como la C-988/04 o la C-595/10, y (iii) no es cierto que ese principio bloquee toda actividad por una simple sospecha de cualquier daño. Lo que dice es que si hay bases científicas razonables para temer un daño que sea grave e inaceptable, entonces la falta de certeza sobre su ocurrencia o sus mecanismos causales no debe impedir tomar medidas de precaución.
El principio de precaución es entonces algo distinto y menos tremendista a lo que afirma Vargas Lleras. Y es además razonable, pues si hay bases científicas para temer un daño inaceptable, ¿no es prudente tomar medidas para prevenirlo?
Esos malos entendimientos del tratado, que a veces no son tan inocentes, lo convierten en un monstruo contra el desarrollo económico. Y obviamente los monstruos asustan. Pero la realidad es distinta: el tratado materializa la idea de desarrollo sostenible, que no solo tiene rango constitucional, sino que es hoy el único concepto de desarrollo admisible y viable, dadas las restricciones ambientales que el mundo enfrenta. Y que además es estratégico para Colombia dada nuestra riqueza en biodiversidad.
La aprobación del Acuerdo de Escazú sería además un mensaje poderoso a los líderes ambientales de que las amenazas en su contra importan al Congreso. Su rechazo significaría que esas muertes y amenazas, que son una de las razones de la minga, no conmueven ni interesan a los parlamentarios.
Las dificultades del tratado en el Congreso derivan de las dudas o el rechazo de miembros de la coalición gubernamental, mientras que el acuerdo es apoyado por la oposición. Esto no deja de ser paradójico, pues este tratado fue presentado al Congreso por el presidente Duque como uno de los pocos compromisos derivados de la “Gran Conversación Nacional”, que convocó como consecuencia de las masivas protestas de finales del año pasado.
Corresponde entonces al presidente insistir a sus bancadas en que este tratado merece ser aprobado no solo por sus méritos intrínsecos, sino porque es un proyecto con el cual el Gobierno se comprometió. No hacerlo sería confirmar que en Colombia los gobiernos no honran sus promesas, una de las razones, y no menor, de la actual minga, que en parte busca precisamente que las autoridades cumplan con los compromisos adquiridos en movilizaciones anteriores.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.