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Las elecciones presidenciales en Estados Unidos del próximo martes evidencian varios defectos de la democracia de ese país, que tiene cosas admirables, pero cuyo sistema electoral es muy imperfecto.
El presidente estadounidense no es electo por voto popular directo sino por un enrevesado sistema. Los ciudadanos de cada estado eligen un número de electores, que es relativamente proporcional a la población de ese estado. Esos electores forman un “colegio electoral” de 538 electores, que es el que jurídicamente nombra al presidente. Gana entonces el candidato que logre más de 269 electores.
La regla general es que el candidato que gane en un estado se lleva a todos sus electores, lo cual genera dos graves problemas.
Primero, desde hace varios años, unos 35 a 40 estados tienen mayorías políticas estables. Por ejemplo, en California o Nueva York gana casi siempre y en forma contundente el candidato demócrata, mientras que lo contrario ocurre en Luisiana y Nuevo México, en donde casi siempre ganan los republicanos. En cambio hay unos diez a 15 estados pendulares: los swing states, en donde las adhesiones partidistas cambian. Esos estados pendulares, como Florida y Wisconsin, son definitivos en la elección presidencial, porque los estados con mayorías estables dan un número semejante de electores a republicanos y demócratas. Por ello las campañas presidenciales se focalizan en los estados pendulares, cuyos votantes, que representan aproximadamente un 20 % de la población, definen quién es el presidente. Entonces, las opiniones y visiones de ese otro 80 % de ciudadanos cuentan poco, al menos en la elección presidencial.
Segundo, debido al sistema de colegio electoral, es posible que resulte electo presidente un candidato que perdió en el voto popular. Eso sucedió hace cuatro años, pues Trump fue electo presidente, a pesar de que Clinton ganó la elección popular por 2 %, que equivalían a unos dos millones de votos. Esto sucedió porque Trump ganó por estrecho margen en casi todos los estados pendulares y se llevó todos esos electores: por ejemplo se llevó los 29 electores de Florida y los 16 de Míchigan, donde ganó por solo 1,3 % y 0,3 % respectivamente. Así, Trump, a pesar de perder la votación popular, arrasó en el colegio electoral: 306 electores contra 232.
El colegio electoral fue justificado en 1787 esencialmente como un mecanismo para evitar la demagogia, pues se esperaba que los electores, menos manipulables que los ciudadanos, escogerían para presidente a la persona mejor calificada. Es una triste ironía que esto hubiera servido para elegir a un demagogo como Trump. Pero independientemente de su origen histórico, el colegio electoral es hoy una institución anticuada que distorsiona profundamente la democracia estadounidense, a lo cual hay que agregar al menos otros dos mecanismos que la afectan gravemente: i) la ausencia de límites a los gastos electorales, que ha conferido un peso desproporcionado a los más ricos y a las grandes empresas; y ii) sus sesgos raciales por la manera como muchos afros, que tienen mayor probabilidad de terminar encarcelados, han sido privados de sus derechos políticos en ciertos estados por haber sido encarcelados, incluso por un delito menor.
Corresponde a los ciudadanos estadounidenses corregir los defectos de su elección presidencial, pero esta reflexión no es inútil en Colombia, pues muestra el impacto decisivo que tienen las reglas y los diseños electorales sobre la calidad de la democracia. Una lección importante ahora que cursa en el Congreso, casi en silencio, una polémica propuesta de reforma electoral, que amerita una discusión pública vigorosa.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.