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El 31 de enero vence el término para hacer observaciones ciudadanas al borrador del decreto con el cual el Gobierno piensa volver a las fumigaciones sobre cultivos ilícitos, supuestamente cumpliendo con los requisitos establecidos para esa reanudación por la Corte Constitucional en la Sentencia T-236 de 2017 y en el Auto 387 de 2019.
Ese plazo va a vencerse casi sin debate público, tal vez porque el Gobierno publicó ese borrador el 30 de diciembre, cuando Colombia estaba de fiesta y de vacaciones. Pero este debate es necesario, pues este tema es trascendental, no solo para las comunidades directamente afectadas, sino para la paz y la democracia.
Desde hace tiempo, muchos analistas hemos criticado las fumigaciones por varias razones: primero, porque a pesar de ser muy costosas, no son eficaces, pues su capacidad de reducir durablemente los cultivos ilícitos es bajísima. Por ejemplo, la Oficina de Washington para América Latina (WOLA) publicó en 2008 un estudio que mostró que en ciertos años, como 2006, la relación fue 27 a uno, esto es, por cada 27 hectáreas asperjadas pudo reportarse solo la reducción de una. Daniel Mejía ha hecho igualmente estudios econométricos que muestran la muy reducida eficacia de esta estrategia.
Segundo, porque tiene efectos dañinos, tanto sobre el medio ambiente como sobre las personas. Un ejemplo dramático: desde 2015, la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés), que forma parte de la OMS, señaló que el glifosato, que es el herbicida usado en las fumigaciones, es probablemente cancerígeno para seres humanos.
Tercero, porque afecta gravemente la legitimidad de nuestra precaria democracia, pues las poblaciones locales tienden a rechazar a un Estado que, con fumigaciones, contamina sus aguas y tierras, afecta su salud y destruye sus fuentes de ingresos, sin ofrecerles claramente desarrollos alternativos. Por ello las fumigaciones han sido una de las mejores propagandas para que los grupos armados locales (Eln, disidencias, neoparamilitares, etc.) logren un cierto apoyo de estas poblaciones.
Ni este Gobierno ni los anteriores han ofrecido argumentos sólidos contra estos tres cuestionamientos a las fumigaciones, lo cual debería ser suficiente para no reanudarlas. Pero además el borrador de decreto no cumple con las exigencias establecidas por la Corte.
Un solo ejemplo: el Auto 387/19 señala explícitamente que las fumigaciones deben respetar el Acuerdo de Paz (AP), que debe ser cumplido de buena fe por las autoridades, según lo ordenado por el Acto Legislativo n.° 2 de 2017. Es cierto que el AP no prohíbe las fumigaciones, pero las condiciona en forma estricta y razonable. El Gobierno solo podría recurrir a una fumigación como recurso último, por lo cual debe intentar primero la sustitución de cultivos; solo en caso de que las comunidades no acepten participar en esos planes de sustitución, el Gobierno podría recurrir a la erradicación forzosa, pero esta debería ser en principio manual. La aspersión aérea solo podría ser empleada en aquellos lugares en que sea imposible la erradicación manual.
El borrador de decreto no solo no menciona el AP, sino que tampoco establece ningún procedimiento para garantizar que la fumigación solo sea empleada como recurso último, cuando no sea posible la sustitución voluntaria ni la erradicación manual, con lo cual, además, corremos el riesgo de que la Policía fumigue zonas en donde ha habido programas de sustitución.
Uno esperaba que para el año nuevo el Gobierno anunciara estrategias novedosas, pero prefirió restablecer esta vieja y cuestionada política de fumigaciones, y además sin cumplir con las exigencias de la Corte.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.