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El pasado 1° de junio, la Comisión Primera del Senado realizó una audiencia en que participamos una treintena de académicos de muy distintas visiones políticas y filosóficas, y de muy diversas universidades y centros de investigación. A pesar de esa diversidad, ninguno de los intervinientes, repito, ninguno, defendió el proyecto de cadena perpetua que será votado la próxima semana en la plenaria del Senado.
Todos quienes participamos en la audiencia rechazamos la violencia contra niños y niñas, y queremos prevenir esos crímenes y que sus perpetradores sean severamente sancionados. Pero todos estuvimos en contra de la cadena perpetua, al menos por las siguientes nueve razones expuestas en esa audiencia.
Primera, porque el incremento de penas no previene estos crímenes. La evidencia contemporánea confirma lo que ya había dicho Beccaría en el siglo XVII: que no es la crueldad o severidad de las penas la que disuade, sino la certeza de que habrá castigo, como lo muestra una amplia revisión de literatura hecha por los profesores Durlauf y Nagin, que concluyen que cuando las penas son altas, un incremento punitivo casi no tiene eficacia.
Segunda, porque en Colombia las penas para esos delitos son ya muy altas (llegan hasta 60 años), pero hay también una altísima impunidad. La solución no es entonces aumentar la pena hasta cadena perpetua, sino reducir la impunidad con una mejor investigación criminal.
Tercera, porque la tesis de que quienes cometen crímenes sexuales contra niños y niñas son “irrecuperables” y siempre reinciden es falsa. La propia ponencia en defensa de la cadena perpetua habla de una reincidencia del 6 %.
Cuarta, porque hay alternativas mejores, como consagrar la imprescriptibilidad de la acción penal en estos casos, o seguir las propuestas del Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas, que en 2015, al revisar la situación de Colombia, hizo recomendaciones aterrizadas y razonables frente a esos crímenes, como mejorar los sistemas de información o adaptar los mecanismos de denuncia a las particularidades de estas violencias.
Quinta, porque establecer la cadena perpetua no es simplemente la reforma de un “articulito” de la Constitución. Implica una profunda alteración del principio de la posibilidad de resocialización de toda persona, que es un pilar de la Constitución.
Sexta, porque esa reforma desarticula el sistema penal, pues habría cadena perpetua para esos crímenes contra niños y niñas, pero no para otros delitos también gravísimos, como el genocidio o el homicidio agravado.
Séptima, porque debido a lo anterior, la cadena perpetua obligaría a una reforma integral de los códigos Penal, Procesal penal y Penitenciario para adaptarlos a ese nuevo esquema constitucional, en el que habría unos delincuentes supuestamente irrecuperables con cadena perpetua y otros que podrían resocializarse.
Octava, porque la introducción de esta pena ineficaz, innecesaria y cruel, que es la cadena perpetua, estaría entonces poniendo en vilo todo nuestro sistema penal, con lo cual es una reforma muy traumática.
Novena, porque su aprobación daría una ilusión de protección, mientras los asesinos y violadores siguen sueltos, por falta de eficacia del sistema penal y de medidas preventivas más globales.
La próxima semana los senadores votarán esta reforma constitucional. Ojalá lo hagan pensando en la justicia y el bien común, como se los exige el artículo 133 de la Constitución, y tomen en cuenta estos argumentos demoledores y de consenso de la academia contra la cadena perpetua. Y rechacen esta reforma constitucional, que es popular, pero que sería desastrosa para nuestro sistema penal, sin mejorar un ápice la protección de los niños y niñas.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.