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Con una metodología tipo película western, analizo lo bueno, lo malo y lo feo de la declaración del nuevo ministro del interior, Juan Fernando Cristo, según la cual buscará un “acuerdo nacional que permita explorar hacia el futuro la posibilidad de convocar una Asamblea Nacional Constituyente bajo los parámetros de la Constitución del 91”.
Lo bueno es que ese anuncio parece despejar el riesgo de una constituyente convocada por decreto y que pudiera incluir la ampliación del mandato del presidente Petro, idea sin sustento recomendada por algunos. La constituyente de Cristo sería para el futuro, por lo cual no afectaría el periodo presidencial de Petro, y tendría que ser convocada conforme a los procedimientos establecidos en la constitución: una ley aprobada por el Congreso, revisada por la Corte y que lleve a un pronunciamiento ciudadano, que exige más de 13 millones de votos favorables para que sea viable.
Todo eso es tranquilizador pues una constituyente así no rompe el ordenamiento jurídico y requiere además acuerdos políticos amplios y un fuerte respaldo ciudadano, todo lo cual es democrático.
Lo malo es cuádruple y supera ampliamente lo bueno: primero, que lo señalado en los dos párrafos precedentes no resulte cierto pues hasta ahora sólo ha hablado Cristo pero no se ha pronunciado claramente el dios padre, el presidente Petro. Y si por el hundimiento de la reforma a la salud, Petro coqueteó con una constituyente por fuera del marco constitucional, invocando la figura del poder constituyente, nada excluye que vuelva a tener la misma reacción si el Congreso o la Corte no avalan su constituyente.
Segundo, como he señalado en varias columnas precedentes, una constituyente ahora es innecesaria: la mayoría de las reformas que Petro invoca ni siquiera requieren modificar un artículo de la Carta: por ejemplo, la reforma agraria tiene un marco constitucional claro y la Ley 160 otorga buenos instrumentos para adelantarla. Lo que falta es una buena acción gubernamental para materializarla. Y lo mismo puede decirse de casi todos los otros puntos señalados por Petro para su constituyente, como la adaptación al cambio climático, la garantía de los derechos a la salud, a la educación o a la pensión. El único tema que podría ameritar, en un futuro, una constituyente es el ordenamiento territorial (y ni siquiera es seguro que así sea), pero ese punto no fue un eje de las promesas electorales de Petro para que ahora lo invoque para una constituyente, que tampoco fue mencionada en su campaña.
Tercero, el deabte sobre la constituyente distrae al gobierno de lo que debe ser su tarea: gobernar efectivamente para preservar la seguridad, avanzar en la implementación de la paz y materializar las reformas sociales por las cuales fue electo.
Cuarto, una constituyente, con un temario creciente y no acotado (Petro ya ha metido nueve puntos y obviamente Vargas Lleras querrá otros, como limitar la consulta previa) pone en riesgo los avances democráticos de la Constitución de 1991, que es uno de los pocos elementos que aún unifica a esta sociedad dividida. Una constituyente con un temario creciente probablemente va a dividirnos incluso sobre las bondades de nuestra Constitución, que obviamente requiere ajustes, pero no amenazas.
Lo feo es bastante obvio: las recurrentes ambigüedades del presidente en este tema y el cambio de opinión de Cristo, quien hace dos meses escribió que no era el momento de hablar de constituyente. Y llegamos a una triste ironía: el mismo día en que la Constitución cumple sus 33 años, la edad de la crucifixión de Cristo, este otro Cristo abre el camino tortuoso de una constituyente que puede terminar con la crucifixión de nuestra Constitución.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.