A SUS 20 AÑOS, LA CONSTITUCIÓN DE 1991 ha demostrado ser el más importante pacto social y político de ampliación democrática y modernización institucional de las últimas décadas.
Obviamente tuvo errores y muchas de sus promesas no han sido cumplidas, pero logró avances democráticos indudables, tanto por la forma como fue adoptada como por su contenido y sus desarrollos.
Nuestras otras constituciones fueron “cartas de batalla”, como las llama Hernando Valencia Villa, pues resultaron de la victoria hegemónica de una de las fuerzas en contienda. Por ejemplo, la de 1863 fue expresión del dominio del radicalismo liberal, mientras que la “Regeneración” conservadora triunfante adoptó la autoritaria constitución de 1886.
Estas constituciones, impuestas por el bando vencedor, difícilmente podían ser pactos de convivencia. Si la de 1886 logró ser longeva, esto se debió a que las claves reformas de 1910 y 1936 moderaron su autoritarismo intolerante y le dieron un sentido más incluyente y nacional.
El proceso constituyente de 1990 y 1991 fue muy distinto. Colombia vivía un momento de violencia y crisis institucional muy graves, debido al asesinato de cuatro candidatos presidenciales, las masacres de los paramilitares, la persistencia de los ataques guerrilleros, los miles de asesinados y desaparecidos y las bombas de los extraditables. La tasa de homicidio llegó a 70 por 100 mil habitantes, su nivel más alto en los últimos 50 años.
Hubiera sido fácil ceder a la tentación autoritaria: restringir aún más la ya limitada democracia colombiana y persistir en el uso permanente del estado de sitio. Algunos líderes tradicionales recomendaron esa vía y propusieron incluso una especie de dictadura civil.
Pero afortunadamente el desarrollo fue distinto, pues progresivamente se logró un consenso sobre una asamblea constituyente como pacto político de ampliación democrática, entre fuerzas políticas y sociales muy diversas y que en décadas anteriores habían estado enfrentadas.
Así lo entendieron los sectores más lúcidos y modernos de las élites económicas y de los partidos tradicionales, que vieron que era necesaria una renovación profunda, pues la crisis de legitimidad era muy seria. Las guerrillas desmovilizadas vieron en el proceso constituyente la oportunidad de lograr la ampliación democrática por la cual habían luchado. Otras fuerzas sociales, que en el pasado habían tenido una participación política débil en el sistema político, como los indígenas, las mujeres, entre otras, también apoyaron la opción constituyente, como un escenario importante para hacer avanzar sus reivindicaciones.
El camino a la constituyente no fue fácil. Había que materializar ese consenso social, que era amplio pero difuso. El movimiento estudiantil y los gobiernos Barco y Gaviria jugaron un papel catalizador y articulador indudables. Además, había obstáculos jurídicos importantes, pero la Corte Suprema, que realizaba el control constitucional, estuvo a la altura y dio piso a la Constituyente. Finalmente, las elecciones de diciembre de 1990, aunque no masivas, fueron esenciales, ya que eligieron un cuerpo pluralista y diverso, en donde ninguna fuerza era hegemónica y por ello actuaron privilegiando el consenso. Este fue posible pues en el fondo, debido al proceso mismo de la constituyente, todas las fuerzas tendieron a coincidir tácitamente en el mismo diagnóstico: la crisis de la precaria democracia colombiana debía enfrentarse con más democracia y no con menos.
La Asamblea Constituyente de 1991 fue entonces expresión de ese consenso pluralista de ampliación democrática. Era pues natural que su producto, la Constitución de 1991, también tuviera ese sello, como lo analizaré en otras columnas.
* Director del Centro de Estudio “DeJuSticia” (www.dejusticia.org) y profesor de la Universidad Nacional.
A SUS 20 AÑOS, LA CONSTITUCIÓN DE 1991 ha demostrado ser el más importante pacto social y político de ampliación democrática y modernización institucional de las últimas décadas.
Obviamente tuvo errores y muchas de sus promesas no han sido cumplidas, pero logró avances democráticos indudables, tanto por la forma como fue adoptada como por su contenido y sus desarrollos.
Nuestras otras constituciones fueron “cartas de batalla”, como las llama Hernando Valencia Villa, pues resultaron de la victoria hegemónica de una de las fuerzas en contienda. Por ejemplo, la de 1863 fue expresión del dominio del radicalismo liberal, mientras que la “Regeneración” conservadora triunfante adoptó la autoritaria constitución de 1886.
Estas constituciones, impuestas por el bando vencedor, difícilmente podían ser pactos de convivencia. Si la de 1886 logró ser longeva, esto se debió a que las claves reformas de 1910 y 1936 moderaron su autoritarismo intolerante y le dieron un sentido más incluyente y nacional.
El proceso constituyente de 1990 y 1991 fue muy distinto. Colombia vivía un momento de violencia y crisis institucional muy graves, debido al asesinato de cuatro candidatos presidenciales, las masacres de los paramilitares, la persistencia de los ataques guerrilleros, los miles de asesinados y desaparecidos y las bombas de los extraditables. La tasa de homicidio llegó a 70 por 100 mil habitantes, su nivel más alto en los últimos 50 años.
Hubiera sido fácil ceder a la tentación autoritaria: restringir aún más la ya limitada democracia colombiana y persistir en el uso permanente del estado de sitio. Algunos líderes tradicionales recomendaron esa vía y propusieron incluso una especie de dictadura civil.
Pero afortunadamente el desarrollo fue distinto, pues progresivamente se logró un consenso sobre una asamblea constituyente como pacto político de ampliación democrática, entre fuerzas políticas y sociales muy diversas y que en décadas anteriores habían estado enfrentadas.
Así lo entendieron los sectores más lúcidos y modernos de las élites económicas y de los partidos tradicionales, que vieron que era necesaria una renovación profunda, pues la crisis de legitimidad era muy seria. Las guerrillas desmovilizadas vieron en el proceso constituyente la oportunidad de lograr la ampliación democrática por la cual habían luchado. Otras fuerzas sociales, que en el pasado habían tenido una participación política débil en el sistema político, como los indígenas, las mujeres, entre otras, también apoyaron la opción constituyente, como un escenario importante para hacer avanzar sus reivindicaciones.
El camino a la constituyente no fue fácil. Había que materializar ese consenso social, que era amplio pero difuso. El movimiento estudiantil y los gobiernos Barco y Gaviria jugaron un papel catalizador y articulador indudables. Además, había obstáculos jurídicos importantes, pero la Corte Suprema, que realizaba el control constitucional, estuvo a la altura y dio piso a la Constituyente. Finalmente, las elecciones de diciembre de 1990, aunque no masivas, fueron esenciales, ya que eligieron un cuerpo pluralista y diverso, en donde ninguna fuerza era hegemónica y por ello actuaron privilegiando el consenso. Este fue posible pues en el fondo, debido al proceso mismo de la constituyente, todas las fuerzas tendieron a coincidir tácitamente en el mismo diagnóstico: la crisis de la precaria democracia colombiana debía enfrentarse con más democracia y no con menos.
La Asamblea Constituyente de 1991 fue entonces expresión de ese consenso pluralista de ampliación democrática. Era pues natural que su producto, la Constitución de 1991, también tuviera ese sello, como lo analizaré en otras columnas.
* Director del Centro de Estudio “DeJuSticia” (www.dejusticia.org) y profesor de la Universidad Nacional.