La creciente polarización y turbulencia política ha invisibilizado la aprobación esta semana de un extraordinario avance constitucional. Se trata de la reforma que reconoció al campesinado como sujeto de especial protección constitucional y estatuyó que las autoridades no solo deben protegerlo contra toda discriminación, sino que, además, deben garantizarle el goce efectivo de todos sus derechos individuales y colectivos, incluidos aquellos que derivan de su particular condición social, cultural, ambiental y económica, como los derechos a la tierra, al territorio o al acceso e intercambio de semillas.
Esta reforma es trascendental, al menos por dos razones. Primero, para superar el débil reconocimiento de los derechos constitucionales del campesinado. La Constitución de 1991 representó un avance para la mayoría de las poblaciones discriminadas en Colombia, pero no tanto para el campesinado, que no tuvo, sobre todo por la violencia que enfrentaron sus organizaciones, representación en la Asamblea Constituyente. Sus derechos específicos tuvieron, por lo tanto, un menor reconocimiento que los de los pueblos indígenas y comunidades negras. Por ejemplo, la Constitución no reconocía explícitamente ningún derecho a la territorialidad campesina semejante a la afro y, menos aún, a la indígena.
Esa suerte de discriminación constitucional contra el campesinado había sido en parte mitigada por una interesante jurisprudencia constitucional, como lo documentamos en nuestro libro La Constitución del Campesinado (en coautoría con Diana Güiza, Ana Jimena Bautista y Ana María Malagón). Pero era un correctivo judicial aún insuficiente y precario. Esta reforma constitucional, que reconoce explícitamente los derechos del campesinado, corrige esa injusticia constitucional y es un triunfo para las luchas campesinas.
Segunda razón: por la discriminación y violencia que el campesinado ha sufrido. Como lo ilustra la Plataforma de Caracterización Demográfica del Campesinado Colombiano, recientemente lanzada por el Instituto de Estudios Interculturales de la Javeriana de Cali, hoy sabemos que hay más de 10 millones de campesinos en el país, cuya pobreza y acceso a derechos sociales de calidad son mucho peores que los del resto de colombianos. Para no hablar de la desigualdad en el acceso a la tierra, que es monumental, por lo cual la mayoría del campesinado no tiene tierra suficiente para una vida digna.
Esta reforma, obviamente acompañada de las políticas públicas adecuadas, es entonces un instrumento jurídico poderoso para superar esta intensa discriminación sufrida por el campesinado. Y a ella se suma otra reforma constitucional muy importante en la misma dirección, que es la que creó la jurisdicción agraria, paso esencial para lograr una justicia agraria eficiente, que entienda las complejidades del mundo rural y permita el acceso efectivo del campesinado a la justicia.
Estas dos reformas son trascendentales no solo porque son una forma de hacerle justicia al campesinado: son, además, buenas para toda Colombia por los vínculos profundos que existen entre reforma agraria, reconocimiento de los derechos del campesinado, fortalecimiento de la democracia y el logro de la paz y de un desarrollo más incluyente, como lo he mostrado en columnas precedentes. Y fueron logradas con un amplio acuerdo en el Congreso después de un año de discusiones entre las diversas fuerzas políticas, lo cual muestra que esos consensos son posibles a pesar del infortunado aumento de los enfrentamientos entre el Gobierno y la oposición. ¿No será que debemos esforzarnos por lograr esos acuerdos esenciales para Colombia en vez de acentuar nuestros enfrentamientos y polarizaciones?
(*) Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.
La creciente polarización y turbulencia política ha invisibilizado la aprobación esta semana de un extraordinario avance constitucional. Se trata de la reforma que reconoció al campesinado como sujeto de especial protección constitucional y estatuyó que las autoridades no solo deben protegerlo contra toda discriminación, sino que, además, deben garantizarle el goce efectivo de todos sus derechos individuales y colectivos, incluidos aquellos que derivan de su particular condición social, cultural, ambiental y económica, como los derechos a la tierra, al territorio o al acceso e intercambio de semillas.
Esta reforma es trascendental, al menos por dos razones. Primero, para superar el débil reconocimiento de los derechos constitucionales del campesinado. La Constitución de 1991 representó un avance para la mayoría de las poblaciones discriminadas en Colombia, pero no tanto para el campesinado, que no tuvo, sobre todo por la violencia que enfrentaron sus organizaciones, representación en la Asamblea Constituyente. Sus derechos específicos tuvieron, por lo tanto, un menor reconocimiento que los de los pueblos indígenas y comunidades negras. Por ejemplo, la Constitución no reconocía explícitamente ningún derecho a la territorialidad campesina semejante a la afro y, menos aún, a la indígena.
Esa suerte de discriminación constitucional contra el campesinado había sido en parte mitigada por una interesante jurisprudencia constitucional, como lo documentamos en nuestro libro La Constitución del Campesinado (en coautoría con Diana Güiza, Ana Jimena Bautista y Ana María Malagón). Pero era un correctivo judicial aún insuficiente y precario. Esta reforma constitucional, que reconoce explícitamente los derechos del campesinado, corrige esa injusticia constitucional y es un triunfo para las luchas campesinas.
Segunda razón: por la discriminación y violencia que el campesinado ha sufrido. Como lo ilustra la Plataforma de Caracterización Demográfica del Campesinado Colombiano, recientemente lanzada por el Instituto de Estudios Interculturales de la Javeriana de Cali, hoy sabemos que hay más de 10 millones de campesinos en el país, cuya pobreza y acceso a derechos sociales de calidad son mucho peores que los del resto de colombianos. Para no hablar de la desigualdad en el acceso a la tierra, que es monumental, por lo cual la mayoría del campesinado no tiene tierra suficiente para una vida digna.
Esta reforma, obviamente acompañada de las políticas públicas adecuadas, es entonces un instrumento jurídico poderoso para superar esta intensa discriminación sufrida por el campesinado. Y a ella se suma otra reforma constitucional muy importante en la misma dirección, que es la que creó la jurisdicción agraria, paso esencial para lograr una justicia agraria eficiente, que entienda las complejidades del mundo rural y permita el acceso efectivo del campesinado a la justicia.
Estas dos reformas son trascendentales no solo porque son una forma de hacerle justicia al campesinado: son, además, buenas para toda Colombia por los vínculos profundos que existen entre reforma agraria, reconocimiento de los derechos del campesinado, fortalecimiento de la democracia y el logro de la paz y de un desarrollo más incluyente, como lo he mostrado en columnas precedentes. Y fueron logradas con un amplio acuerdo en el Congreso después de un año de discusiones entre las diversas fuerzas políticas, lo cual muestra que esos consensos son posibles a pesar del infortunado aumento de los enfrentamientos entre el Gobierno y la oposición. ¿No será que debemos esforzarnos por lograr esos acuerdos esenciales para Colombia en vez de acentuar nuestros enfrentamientos y polarizaciones?
(*) Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.