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Mi última columna fue severamente criticada por varias personas, como Humberto de la Calle y Bruce Mac Master, quienes me reprochan que mi cuestionamiento a la posible “lochnerización” de la Corte Constitucional es no sólo equivocado sino un error estratégico por cuanto estaría debilitando la independencia judicial en un momento en que es clave defenderla. Por el respeto y aprecio que les tengo a estos críticos y por la importancia del tema procedo a responderles.
He defendido la independencia judicial y seguiré haciéndolo pues estoy convencido de que sin esta no existe Estado de derecho ni democracia, por lo cual las sentencias tienen que ser rigurosamente cumplidas. Sin embargo, eso no significa que los jueces sean inmunes a la crítica, incluso ácida y severa, por parte de la academia y de la ciudadanía. Todo lo contrario: la mejor garantía a la independencia judicial es que sus decisiones estén sometidas a un intenso escrutinio público por cuanto la independencia no es un privilegio sino una garantía para que los jueces puedan decidir conforme a derecho, sin presiones indebidas de otros poderes públicos y privados.
Como cualquier funcionario en una democracia, los jueces también deben rendir cuentas y mostrar que están ejerciendo su autoridad en forma apropiada. Por eso deben motivar sus sentencias: para que nosotros los ciudadanos podamos verificar que sus decisiones están justificadas y son conforme a derecho. La consecuencia es obvia: podemos y debemos criticar esas decisiones cuando consideramos que desconocen el orden jurídico y desbordan la función judicial.
Muchos grandes juristas, cuyo compromiso con el Estado de derecho es incuestionable, han destacado esa íntima relación entre la independencia judicial y la crítica ciudadana. Cito un clásico y un contemporáneo: Francesco Carrara, el gran maestro del derecho penal, señalaba en el siglo XIX que la independencia judicial dependía en gran medida de la atenta vigilancia de la prensa y de los especialistas, quienes al aplaudir o criticar “con conocimiento de causa, la obra de los jueces, aumentan la fuerza de estos y su independencia del poder ejecutivo”. Hoy, Luigi Ferrajoli, uno de los grandes defensores del Estado constitucional, considera que la mejor forma de compatibilizar independencia judicial y rendición de cuentas es a través de “la más amplia sujeción de las resoluciones judiciales a las críticas de la opinión pública” porque solo de esa manera “se emancipan los jueces de los vínculos políticos, burocráticos y corporativos y se deslegitiman los malos magistrados y la mala jurisprudencia”.
Esa crítica ciudadana y académica, obviamente fundamentada, es aún más importante cuando la credibilidad de las cortes está menguada, porque ayuda a que los magistrados introduzcan correctivos a tiempo. Y yo creo que mis críticas a la jurisprudencia tributaria de la Corte son acertadas: estoy convencido de que su sentencia sobre regalías fue un grave error, como lo expliqué en un detallado artículo en La Silla Vacía. Igualmente creo que una inconstitucionalidad del impuesto al patrimonio sería un error mayúsculo, como lo argumentamos con el colega Juan Sebastián Ceballos también en La Silla Vacía. Y creo sinceramente que ese tipo de decisiones estaría llevando a la Corte a una “era Lochner” que la deslegitimaría gravemente, como le ocurrió a la Corte Suprema en Estados Unidos. En tal contexto, precisamente porque soy un ciudadano y académico que ha admirado la labor de nuestra Corte Constitucional en defensa de la democracia y de los derechos de los más vulnerables, considero que es mi deber advertir que esa jurisprudencia tributaria está llevando a este tribunal a terrenos pantanosos.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.