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La suspensión de dos alcaldes por la Procuraduría por supuestamente haber intervenido en política electoral es descabellada: su sesgo es evidente y su base jurídica, precaria. No es un golpe de Estado, como lo han expresado de manera exagerada Gustavo Petro y el suspendido alcalde Daniel Quintero, pero introduce una nueva tensión en esta peligrosa campaña presidencial.
El sesgo es evidente, no tanto porque el alcalde Quintero no haya intervenido en las elecciones —pues creo que lo ha hecho—, sino porque la Procuraduría lo suspende, pero ignora las evidentes y más graves intervenciones electorales del presidente Duque, el exjefe de Margarita Cabello. Es cierto que la procuradora no tiene competencia disciplinaria frente a Duque, pero podía llamarle la atención, como lo hizo el procurador Mario Aramburo a Lleras Restrepo en las elecciones de 1970. O podría denunciarlo ante la Comisión de Acusaciones. Pero nada.
La base jurídica de la suspensión es además precaria: la Procuraduría ignora las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre este tema en los casos Petro contra Colombia y López Mendoza contra Venezuela.
Esas sentencias no prohíben específicamente que órganos que no son judiciales, como la Procuraduría, suspendan a funcionarios electos, sino que aluden a destituciones e inhabilidades, pues los casos se referían a ese tipo de sanciones. Sin embargo, una interpretación razonable de esa jurisprudencia interamericana permite concluir que también prohíbe las suspensiones.
La razón es simple: la esencia de esas sentencias es que no puede una autoridad administrativa, como la Procuraduría, limitar derechos políticos a través de un proceso disciplinario, ya que el artículo 23 de la Convención Americana atribuye esa facultad al “juez competente, en proceso penal”. La suspensión es una limitación de los derechos políticos del funcionario electo popularmente y de sus votantes, por lo cual es razonable concluir que le es aplicable esa jurisprudencia interamericana.
Existen decisiones de la Corte Constitucional, previas al caso Petro, que han avalado la facultad de la Procuraduría de suspender o destituir funcionarios electos, como la C-111 de 2019. El asunto es entonces jurídicamente bastante enredado, por la contradicción entre la Corte Constitucional y la Corte Interamericana. Pero creo que, en vez de preservar esa facultad de la Procuraduría, que se ha prestado a tantos abusos, es mejor realizar las reformas para ajustarnos a la jurisprudencia interamericana. Esa es no sólo nuestra obligación internacional, sino que, además, esa jurisprudencia interamericana es sana ya que reduce los riesgos de persecución de procuradores politizados a funcionarios electos, al establecer que sus destituciones o suspensiones tienen que pasar por un juez independiente en un proceso judicial.
Esta adaptación es simple: basta señalar que si la Procuraduría investiga a un funcionario electo y considera que debe ser destituido o suspendido, entonces que presente el caso ante un juez penal y sea este quien, después de una audiencia con garantías, decida si procede o no la destitución o la suspensión. Es más: en este caso la cosa es aún más sencilla, pues la intervención en política es también un delito sancionable con destitución. Por lo tanto, la procuradora podía denunciar a estos alcaldes ante la Fiscalía para que esta, si había mérito, acusara ante el correspondiente juez penal.
Todo esto nos debe llevar a reflexionar sobre el futuro de ese extraño animal constitucional que es la Procuraduría. Algunos hemos propuesto desde hace años su supresión pues es una institución redundante y riesgosa. Pero acepto que esa idea es polémica, por lo que podríamos al menos ajustar sus competencias disciplinarias frente a funcionarios electos, para evitar estos abusos.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.