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Hace 50 años, en enero de 1972, fue el “Pacto de Chicoral”, un acuerdo entre el gobierno Pastrana, congresistas y terratenientes para frenar la reforma agraria intentada en los 60. Vale la pena recordar ese hecho, no porque debamos celebrarlo (todo lo contrario) sino porque algo podemos aprender de esa infausta decisión.
La Ley 135 de 1961, aprobada al final del gobierno Lleras Camargo, adoptó una reforma agraria, que no era radical pues no era profundamente redistributiva, como lo fueron las exitosas reformas de Taiwán o Corea del Sur, que abrieron el camino al acelerado desarrollo de esos países. Pero era una reforma importante pues podría haber mejorado el acceso de la tierra del campesinado, a partir esencialmente de la entrega de baldíos (o tierras del Estado) y alguna expropiación de latifundios improductivos.
Durante el gobierno Valencia (62-66) no hubo ningún avance, pero la cosa cambió con Lleras Restrepo (66-70), que puso en la reforma agraria uno de los ejes de su estrategia de desarrollo. Lleras pensaba, con razón, que la entrega de tierra al campesinado no sólo incrementaría su nivel de vida sino que además fortalecería el mercado interno y el desarrollo industrial. Y entonces Lleras no sólo fortaleció la institucionalidad responsable de implementar la reforma, especialmente al Incora, sino que tuvo una idea audaz: ver en el campesinado no a un enemigo sino a un aliado del Estado y de sus políticas. Y por ello estimuló su organización con la creación de la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos).
Hubo algunos avances importantes, como repartos de tierras, créditos a campesinos y creación de algunos distritos de riego, pero la resistencia de ciertas élites, en especial los terratenientes, fue muy fuerte, sobre todo cuando algunos sectores del campesinado impulsaron tomas de tierras para acelerar la reforma agraria. Esas resistencias contra la reforma triunfaron con el Pacto de Chicoral, que luego se concretó en la Ley 4 de 1973, que prácticamente abandona la reforma agraria y la sustituye por un desarrollo rural fundado en la modernización de la gran propiedad. La personería de la ANUC fue además cancelada.
El Chicoralazo, como lo han llamado varios líderes campesinos, fue entonces un pacto de élites que rompió un posible pacto democrático con el campesinado, que de aliado empezó a ser visto como un enemigo del Estado. Esto a su vez dividió al movimiento campesino y radicalizó a algunos sectores. Las tomas de tierras y las protestas campesinas aumentaron en esos años pero fueron violentamente reprimidas, a través de detenciones y asesinatos de muchos de sus líderes. La extrema concentración de la tierra no se redujo y ciertos sectores campesinos, viendo los incumplientos del Estado y la violenta represión de sus protestas, empezaron a simpatizar con las guerrillas creadas en los sesentas.
Al momento del Chicoralazo, el conflicto armado en Colombia era muy limitado y la violencia homicida descendía en forma significativa. Y todos los mejores analistas han señalado que la concentración de la tierra y la ruptura del Estado con el campesinado han sido factores esenciales de la persistencia de la guerra y de la debilidad de nuestra democracia. En ese momento Colombia desperdició entonces la oportunidad no sólo de satisfacer los justos reclamos campesinos por la tierra sino también de lograr una mejor democracia, un desarrollo más incluyente y evitar décadas de conflicto armado y violencia. Una situación muy parecida a la que estamos viviendo hoy con esa resistencia de élites semejantes a la reforma rural del acuerdo de paz. Por eso no debemos olvidar el Chicoralazo y seguir defendiendo la implementación del acuerdo de paz.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.