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El nombramiento de Alejandro Ordóñez como embajador ante la OEA siembra dudas del compromiso real del presidente Duque por construir una Colombia basada en la legalidad, como lo prometió en su campaña presidencial; pone a dudar también de su compromiso para implementar los mandatos políticos de la consulta anticorrupción, que dijo que asumía como tarea del Gobierno.
La razón: Duque está nombrando en una embajada muy importante a una persona cuya reelección como procurador fue anulada por el Consejo de Estado por haber cometido una grave ilegalidad, que representa además un claro acto de “gran corrupción”.
Recordemos los hechos. Ordóñez pretendía ser reelegido procurador y buscó ser ternado por la Corte Suprema. No podía entonces nombrar en cargos que no fueran de carrera a familiares de magistrados de ese tribunal, pues para evitar el nepotismo y los carruseles de favores, el artículo 126 de la Constitución prohíbe que un funcionario nombre a familiares muy cercanos, como esposas, hermanos o hasta primos de los “servidores públicos competentes para intervenir en su designación”. A pesar de esa prohibición expresa, que existe desde 1991, Ordóñez nombró en cargos de libre nombramiento a familiares cercanos de magistrados de la Corte Suprema, que eran competentes para intervenir en su reelección.
Ordóñez violó entonces claramente el artículo 126 de la Constitución y su reelección fue anulada por esas ilegalidades.
Una reciente y documentada columna de Yohir Akerman (“Carta abierta a la OEA”) mostró además que estos actos, ya de por sí ilegales y graves, involucraban otros abusos de poder. Uno de los nombramientos fue el de Ana Josefa Velasco de Bustos, la entonces esposa del magistrado cuestionado por corrupción Leonidas Bustos, quien ya estaba jubilada y gracias a ese nombramiento mejoró su pensión en $15 millones al mes, $180 millones al año. Así Ordóñez le entregó a la familia Bustos unos $3.600 millones, si tenemos en cuenta la esperanza de vida de la señora Velasco de Bustos al momento de recibir ese regalo. Una gran generosidad de Ordóñez, pero con recursos públicos, es decir, nuestros. Y todo para hacerse reelegir.
Según una conocida definición de Transparencia Internacional, la corrupción es “el abuso del poder delegado para obtener beneficios privados”. Hay entonces corrupción cuando i) a alguien se le confía un poder y ii) abusa de ese poder para iii) satisfacer un beneficio privado. Y se habla de “gran corrupción” cuando involucra a los poderosos. Ahora bien, Ordóñez ejercía un poder delegado, pues los colombianos le habíamos confiado el importantísimo cargo de procurador para la defensa de nuestros derechos, abusó de ese poder haciendo nombramientos ilegales y dilapidando recursos públicos, y todo para hacerse reelegir. Un acto de “gran corrupción”.
Es cierto que Ordóñez no está jurídicamente inhabilitado, pues no ha sido sancionado penal ni disciplinariamente por corrupción, por lo que es posible que su nombramiento haya sido legal. Pero los hechos que condujeron a la anulación de su reelección configuran un acto de gran corrupción, judicialmente comprobado, con base en pruebas que Ordóñez nunca ha podido refutar. Ordóñez es entonces un funcionario anulado por corrupción. ¿Cómo creer entonces en el compromiso con la legalidad y la lucha contra la corrupción de un presidente que nombra a una persona así como nuestro embajador ante la OEA?
(Por razones de transparencia, aclaro al lector que he tenido muchas discrepancias políticas y filosóficas con Ordóñez y que, en mi calidad de director de Dejusticia, fui uno de los autores de la demanda que llevó a la anulación de su reelección).
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.
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