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Tristemente, después de un año, en el gobierno del cambio y de la paz total la matazón contra líderes sociales persiste, como lo mostró un artículo reciente de la colega de Dejusticia Sindy Castro.
Es indudable que no todo es culpa del actual gobierno. La Fiscalía y la justicia tienen una cuota importante de responsabilidad: según la investigación conjunta de “Somos Defensores” y “Verdad Abierta”, sólo había sentencias en 75 casos de los 1.333 asesinatos de líderes sociales ocurridos entre 2002 y el primer trimestre de 2022. La impunidad es altísima y alimenta estas violencias.
Petro recibió además una situación desastrosa, pues el gobierno anterior mantuvo su política frente a esas violencias, a pesar de que era un fracaso. En eso tiene una gran responsabilidad el actual fiscal general: como lo mostré en varias columnas, Barbosa, siendo consejero de Derechos Humanos de Duque, manipuló las cifras sobre asesinatos de líderes sociales para sostener que la política estaba funcionando y que esos asesinatos se habían reducido significativamente, lo cual era mentira.
Es cierto también que el enfrentamiento a estas violencias no es fácil: los territorios en que ocurren la mayoría de estos crímenes son complejos por la presencia de múltiples actores armados y economías criminales. Sin embargo, después de un año, el gobierno Petro debería estar mostrando mejores resultados. O debería al menos darle a este tema la prioridad ética y humanitaria que amerita.
En este contexto adquiere particular trascendencia la presentación realizada el pasado martes por Juliette Rivero, representante en Colombia del Alto Comisionado de Naciones Unidas en Derechos Humanos (ACNUDH), del informe sobre la situación colombiana este semestre. Este breve y sustancioso informe reconoce avances del gobierno en incorporar un enfoque de derechos humanos en sus políticas, pero resalta que la violencia contra los líderes sociales, aunque haya disminuido, sigue siendo inaceptablemente alta; y que persisten otras violencias igualmente graves, entre ellas, las masacres y el reclutamiento de menores por grupos armados. El informe ofrece entonces varias recomendaciones, entre las cuales quisiera destacar dos.
Primero, que es necesario lograr una mejor articulación entre la búsqueda de paz total y la política de seguridad en los territorios. Esto es fundamental, pues el gobierno no puede apostar todo al avance y eventual éxito de las conversaciones con los actores armados ya que, sin una estrategia de seguridad territorial, que sea eficaz y creíble, la paz total no parece tener futuro por cuanto las organizaciones armadas no tendrían verdaderos incentivos para llegar a acuerdos.
Segundo, el informe resalta la importancia de que el Gobierno impulse, además de las conversaciones con los actores armados, un diálogo independiente, estructurado y permanente con los movimientos organizativos y de base territorial, que el informe resalta como la “riqueza más grande que tiene Colombia”. Esto es igualmente trascendental puesto que las conversaciones con los actores armados, sin el correspondiente diálogo con —y protección de— las organizaciones sociales de base en los territorios, podrían tener el siguiente efecto perverso no buscado: que los actores armados se sientan legitimados para intentar destruir o cooptar a las organizaciones de base, que a su vez tiendan a sentirse debilitadas por la falta de diálogo directo con el gobierno.
Ojalá que estas recomendaciones —y las otras del informe— sean tomadas muy en serio por el gobierno y por todos nosotros, no sólo por la autoridad moral de ACNUDH sino además por su pertinencia y urgencia. Esta matazón debe cesar.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.