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A pesar de situarse en antípodas ideológicas, Gustavo Petro y Álvaro Uribe a veces se parecen mucho. En particular, el coqueteo de Petro con una constituyente y sus llamados a una activación del poder constituyente rememoran mucho la tesis uribista del Estado de opinión como una fase superior del Estado de derecho. En los dos casos se trata de fórmulas que, como en su momento califiqué la tesis uribista, suenan bonito, pero en realidad son ambiguas y peligrosas.
Ambas fórmulas admiten una interpretación minimalista y otra maximalista según el mayor o menor peso que reconozcan al Estado de derecho y a los llamados “controles horizontales”, de acuerdo con la terminología propuesta por Guillermo O’Donnell, quien distingue entre los controles horizontales y los verticales en una democracia. Los primeros permiten que el Gobierno esté controlado por otros órganos, como los jueces o el Congreso y están en el corazón del Estado de derecho, que implica la separación de poderes y la sumisión de todos, y en especial del gobernante, a la constitución y las leyes, a fin de evitar la arbitrariedad. Los controles verticales, por su lado, son los que directamente ejerce el pueblo sobre los gobernantes, por ejemplo, por medio de votaciones o protestas en las calles.
La interpretación minimalista de las fórmulas petrista y uribista es totalmente aceptable, incluso banal: en el caso del Estado de opinión la tesis era que los gobernantes, sin desconocer las reglas constitucionales ni los controles horizontales, fueran sensibles a la opinión pública y a las demandas ciudadanas. Y en el caso de Petro, su idea de un poder constituyente activado puede ser entendida como una invitación a que el pueblo pueda movilizarse y tomar decisiones, pero sin desconocer el Estado de derecho ni los controles horizontales. ¿Quién puede oponerse a esas visiones?
El problema es que ambos coquetean con una interpretación maximalista de sus fórmulas, según la cual en una democracia el único control verdaderamente importante es el vertical, el del pueblo o la opinión pública, que puede entonces legitimar un quebrantamiento de los controles horizontales y del Estado de derecho. En el caso de Uribe, su popularidad era usada para justificar la erosión de los límites constitucionales, por ejemplo, con sus ataques a las decisiones judiciales o su búsqueda de una segunda reelección. En el caso de Petro, su tesis maximalista es que los llamados poderes constituidos, que son todas las instituciones, tienen que respetar los mandatos del poder constituyente, activado a través de cabildos o movilizaciones populares, por cuanto este es soberano y puede expresarse por fuera de los cauces constitucionales.
Esta erosión de los controles horizontales y la separación de poderes en estas visiones maximalistas de Petro o Uribe es riesgosa pues una democracia genuina requiere ambos tipos de controles. Si un presidente, con el argumento de fortalecer sus vínculos con la opinión o invocando el poder constituyente, abandona los controles horizontales, entonces se torna antidemocrático, por popular que sea, pues está acabando el Estado de Derecho. La experiencia histórica ha mostrado que, sin Estado de Derecho, ningún régimen democrático verdadero ha persistido. La concentración del poder permite al gobernante ahogar las libertades, manipular la opinión pública y perpetuarse en el poder. Al principio es sobre todo la oposición la que sufre; al final, el despotismo anula el propio poder de las mayorías, pues solo cuenta la voluntad del gobernante.
Las mismas críticas y reparos razonables que muchos expresamos contra la tesis uribista del Estado de opinión son entonces aplicables a las ambiguas declaraciones de Petro sobre la activación del poder constituyente.
(*) Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.