Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Algunos lectores cuestionaron que mi pasada columna, que señalaba seis síntomas “castrochavistas” del Gobierno Duque (por usar esa expresión que tanto gusta al uribismo), hubiera ignorado uno de los más evidentes: la brutal represión de la protesta. Tienen razón y es necesario abordar el tema pues la Ley de Seguridad Ciudadana, aprobada esta semana, agrava los riesgos de violencia policial y privada contra los manifestantes.
En pasado días salieron dos reportes demoledores sobre la violencia policial en las protestas: i) el informe elaborado por el exdefensor del Pueblo Carlos Negret sobre las violencias en Bogotá el 9 y 10 de septiembre de 2020, a raíz de las protestas por el asesinato de Javier Ordóñez por la Policía, y ii) el informe de la Oficina de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas (Oacnudh) sobre el paro nacional iniciado el 28 de abril de este año.
A pesar de obvias diferencias por tratarse de distintos hechos, estos dos informes no sólo coinciden en lo esencial, sino que reiteran lo que ya había sido señalado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su informe de julio de este año sobre el paro nacional. Los tres informes condenan, con razón, los actos de violencia cometidos por algunos manifestantes contra bienes públicos o contra personas, incluidos los integrantes de la fuerza pública. Pero, igualmente, los tres informes documentan rigurosamente la brutal y desproporcionada represión por la fuerza pública, que se tradujo en al menos 11 muertes ocasionadas por la Policía en Bogotá en septiembre de 2020 y 28 más durante el estallido social, además de una decena más de muertes causadas por actores no estatales. Esto, sin contar los centenares de heridos por excesos en la fuerza policial, las decenas de casos de violencia sexual y desaparición forzada, y los miles de detenidos arbitrariamente por el abuso de la figura de “traslado por protección”.
Todo eso es gravísimo, pero los tres informes no se quedan en la denuncia sino que son propositivos, pues plantean estrategias y reformas con un triple objetivo: garantizar la protesta, armonizar su ejercicio con los derechos de terceros y evitar esos abusos policiales, que son inaceptables en un Estado de derecho y deslegitiman a la propia institución policial.
Esos tres informes son entonces una buena hoja de ruta para regular la protesta y reformar democráticamente la Policía. Pero, en vez de aprovechar esas recomendaciones, el Gobierno Duque presentó y logró hacer aprobar, en un mes y sin debate democrático, una desastrosa Ley de Seguridad Ciudadana.
Esta ley aumenta muchas penas, como si eso sirviera a la seguridad, cuando la evidencia muestra que es la eficacia investigativa la que disuade del crimen y no tanto el quantum puntivo. Esto ya es un desatino, pero hay cosas más graves: esa ley sobreprotege a la Policía pues agrava los delitos en su contra, con lo cual desestima las denuncias por sus abusos, e incrementa desproporcionadamente las penas por excesos de los manifestantes. Estoy en contra del vandalismo contra Transmilenio, pero ¿penas de hasta 12 años por esos actos? Y amplía la llamada “legítima defensa privilegiada”, que presume que hubo legítima defensa cuando alguien repele con violencia a quien invade su habitación o dependencias inmediatas y que ahora se aplicará en otros casos, como vehículos ocupados. Esto estimula la violencia privada contra manifestantes.
En vez de oír las recomendaciones de estos tres equilibrados informes de derechos humanos, Duque los rechaza y adopta un enfoque autoritario frente a la protesta. Es el estilo típico de Ortega en Nicaragua o Maduro en Venezuela. Es el duquechavismo.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.