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La llamada “Era Lochner” es un periodo de la Corte Suprema de los Estados Unidos severamente criticado por la doctrina de ese país y por la teoría constitucional comparada, por haberse vuelto un tribunal pro-ricos. Traigo esa referencia porque temo que nuestra Corte Constitucional corre el riesgo de “lochnerizarse”. Explico el símil.
El fallo Lochner, de 1905, que le dio su nombre a la era, anuló una ley de Nueva York que establecía la jornada máxima de trabajo de ocho horas. El argumento: que esa norma violaba la libertad contractual porque el Estado no podía impedir que un trabajador concertara con el patrón trabajar 10 o 15 horas diarias. ¡Hágame el favor! Como si no existiera desigualdad de poder entre los patronos y los trabajadores, y el mercado laboral fuera equitativo y sacrosanto.
En los años que siguieron a Lochner y su extrema defensa de la libertad contractual y de la propiedad, la Corte Suprema anuló leyes que establecían otras garantías laborales, como la del salario mínimo, con lo cual bloqueó los esfuerzos del progresismo gringo por mejorar las relaciones laborales y reducir la desigualdad, que fue tremenda en ese período.
Esa jurisprudencia desprestigió tanto a la Corte Suprema que casi acaba con el propio control constitucional. Afortunadamente, en el fallo West Coast Hotel Co., de 1937, después de las lecciones de la crisis de 1929, la Corte Suprema abandonó esa defensa a ultranza de la libertad económica y declaró que era constitucional que la ley impusiera un salario mínimo. Esto legitimó las vigorosas medidas redistributivas del New Deal de Roosevelt y las políticas ulteriores de bienestar social, que redujeron notablemente la desigualdad.
Nuestra Corte Constitucional parece estar entrando en una suerte de era Lochner por decisiones que están dando al traste con la reforma tributaria de Petro, que precisamente buscaba una mayor justicia tributaria. La primera de ellas fue la sentencia C-489/23, que declaró inconstitucional la prohibición de la deducción de las regalías, con lo cual privó al Estado de unos seis billones de pesos anuales, que ahora quedan en manos de las industrias extractivas. Esa sentencia, uno de cuyos argumentos es que esa prohibición podía ser expropiatoria, carece de todo sustento, como lo mostré en un artículo en La Silla Vacía. Y ahora, según información de prensa, existe un riesgoso empate en la Corte que podría acarrear la caída del impuesto al patrimonio. Nuevamente, uno de los argumentos parece ser que este impuesto es confiscatorio. Dejusticia, junto con varias universidades (Rosario, Javeriana y Externado), intervino en el proceso para mostrar la falta de sustento de ese argumento, probando de paso que tampoco afecta otros impuestos, como el predial de los municipios. En los próximos días me propongo escribir en La Silla Vacía un análisis de los puntos más técnicos de este debate trascendental.
Por ahora, basta destacar que, si declara inconstitucional este impuesto, la Corte acabaría de mutilar la reforma tributaria pues anularía el impuesto a los altos patrimonios (estamos hablando de los que superen 3.000 millones), que es una medida redistributiva recomendada no sólo por grandes economistas como Stiglitz o Piketty sino, incluso, por la reciente declaración ministerial del G-20 sobre cooperación tributaria. Pasaríamos así de la vieja Corte, que protegía a los más vulnerables y defendía el Estado social de derecho, a la época Lochner de la nueva Corte: un tribunal que sobreprotege las libertades económicas y la propiedad en desmedro de la garantía de los derechos sociales, con lo cual termina favoreciendo a los ricos y poderosos y minando los esfuerzos de justicia social.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.