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El pasado martes, Trump no sólo ganó en el colegio electoral, sino que también triunfó en el voto popular, lo cual no lograban los republicanos desde hace 20 años. Además, dominará el Senado y probablemente la Cámara, con lo cual el control republicano es casi total, pues la mayoría de los jueces de la Corte Suprema también han sido nominados por los republicanos. Y aunque uno pueda tener reservas sobre el partido demócrata y Kamala Harris (por ejemplo, por su apoyo al gobierno criminal de Netanyahu), es indudable que no era lo mismo una victoria de Trump que una de Harris: Trump ha mostrado autoritarismo y un claro desprecio hacia el Estado de derecho y los valores esenciales de una democracia constitucional.
Esta arrasadora victoria de Trump y los republicanos es terrible para la democracia en Estados Unidos y en el mundo, no sólo por el obvio impacto global que tiene quien esté en el poder en ese país, sino además porque esas opciones autoritarias están triunfando en otras partes del mundo. Lo que viene es muy peligroso.
Para quienes consideramos que la democracia constitucional, a pesar de sus debilidades, es la mejor forma de gobierno conocida, esta popularidad de las opciones autoritarias y antiliberales nos plantea el reto de cómo preservar e incluso profundizar la democracia en esta época de desencanto y declive democrático. Y, para ello, como señalé en mi última columna, tenemos un primer desafío teórico: comprender por qué hoy es tan popular ser antidemocrático y autoritario, a fin de que esta comprensión nos permita luchar más lúcidamente por la democracia.
Aún bajo los efectos adormecedores de esta Trumpada, intento avanzar en esa comprensión, que es una tarea ingrata pues implica reconocer que las mayorías en muchos países están optando, de manera democrática, por opciones que consideramos poco democráticas. Es como si la democracia se estuviera devorando a sí misma. Es además una tarea difícil porque entran en juego muchísimos factores y las dinámicas no son iguales en todos los países, por lo cual es un tema sobre el que muchos volveremos para intentar descifrar el enigma.
En esta columna me centro en solo un punto: en la indispensable autocrítica que debería hacer el Partido Demócrata en Estados Unidos, y que es un ejercicio que debería igualmente interpelar a quienes tenemos convicciones liberales (que no son neoliberales) en otras partes del mundo. Es la necesidad de superar esa especie de “autocomplacencia liberal globalista”, como la calificó acertadamente Francisco Gutiérrez Sanín en su última columna, de aquellos que, desde una cierta superioridad moral, desprecian el apoyo popular a las extremas derechas autoritarias como la estupidez de poblaciones no educadas que fueron engañadas por demagogos hábiles. Pero la cosa no es tan simple.
El apoyo de estos sectores a estas opciones autoritarias responde también a las necesidades materiales y emocionales de los perdedores de la globalización, a los cuales el Partido Demócrata no ha respondido apropiadamente, como tampoco lo han hecho otros liberales en el mundo, por su imposibilidad de superar el neoliberalismo que incrementó las desigualdades y deterioró la situación de la clase obrera en los países desarrollados. Muchos de los trabajadores manuales, que no pudieron ir a la universidad y votaron por Trump, lo hicieron no porque sean ignorantes sino porque son los perdedores de la globalización neoliberal y son quienes más amenazados se sienten por la inmigración y por ciertas demandas identitarias. Y a ellos Trump les ofrece alternativas aparentes, que son su política antiinmigración y el proteccionismo. Por eso estoy convencido de que la defensa de la democracia constitucional y de un liberalismo genuinamente igualitario pasa por la superación del neoliberalismo.
* Investigador de Dejusticia y profesor Universidad Nacional.