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Esta columna, más que un análisis equilibrado de este pico de la pandemia, es un grito de dolor contra la normalización de las muertes por COVID-19 y un intento desesperado para que intentemos una mejor respuesta frente a esta tragedia.
Desde hace varias semanas mueren más de 500 personas diariamente por la pandemia. El promedio de los últimos seis días es de 640 con tendencia al alza, lo cual lleva a Colombia a una tasa diaria de 12,6 muertes por millón, muy superior a las de India o Brasil y una de las más altas del mundo.
A pesar de la inmensidad del dolor detrás de cada muerte, mi impresión es que estamos recibiendo esa noticia diaria con la misma indiferencia que un anuncio meteorológico. “Hoy en Colombia llovió torrencialmente y murieron 700 personas por COVID-19”.
Los gobiernos, nacional y locales, parecen haber igualmente aceptado esa mortandad como una fatalidad de la reapertura económica. O buscan atribuir responsabilidades a otros, como el presidente Duque, que declaró que las aglomeraciones por las protestas explicaban más de 10.000 muertes de las últimas semanas. Sin embargo, Duque no citó ningún estudio que apoyara su afirmación; en cambio, un análisis cuidadoso del equipo de epidemiólogos liderado por José Moreno concluyó que no es posible imputar ese incremento de contagios esencialmente a las protestas.
La única apuesta de las autoridades parece ser la vacunación, cuya velocidad afortunadamente ha aumentado, pero que tomaría, en el mejor de los escenarios, meses en reducir significativamente las muertes, incluso con 400.000 dosis diarias. Y cada mes, si seguimos así, serían 20.000 muertes.
Tengo claros los difíciles dilemas de las autoridades para enfrentar este terrible pico, cuando al mismo tiempo vivimos una crisis económica y social dramática, con la pobreza superando el 42 % y el desempleo el 15 %. Millones de colombianos están pasando hambre. Tengo claro también el agotamiento sicológico y social frente a las cuarentenas, que resta mucha eficacia a cualquier medida de aislamiento obligatorio.
Todos estamos desesperados, pero me resisto a creer que debamos aceptar esa mortandad y seguir, impasibles, con la reapertura económica. ¿Por qué no mantener e incluso fortalecer ciertas medidas de aislamiento social por unas semanas, como parar el retorno a las oficinas que no requieran presencialidad, para bajar los contagios, mientras la vacunación surte efectos? ¿Por qué no fortalecer audazmente las transferencias monetarias a quienes las requieran, al menos por unos meses, para hacer viables esas medidas de aislamiento? ¿Por qué no pensar en un compromiso de quienes mantenemos ingresos superiores, digamos, a $15 millones, de donar 15 % de esos ingresos por unos meses, con destinación específica: transferencias y financiación del sistema de salud? ¿Está realmente excluida una emisión monetaria para financiar esos necesarios gastos extraordinarios?
No tengo respuesta a esos interrogantes y creo que el presidente y los mandatarios locales tampoco la tienen, pero desconocen llamados dramáticos, como la declaración, que comenté hace dos semanas, de las principales asociaciones médicas y científicas del sector salud, que pidieron una reunión urgente con el Gobierno para discutir cómo equilibrar mejor la protección de la salud con la reactivación económica. Dos semanas han pasado, con 9.000 muertos, y el Gobierno no les ha respondido.
Dada la dificultad de estos dilemas, termino con una propuesta: que el Gobierno convoque un pequeño grupo interdisciplinario, con los mejores economistas, epidemiólogos, salubristas, sociólogos, etc., y les diga que en una semana formulen un plan de choque para enfrentar esta terrible coyuntura y esos difíciles dilemas. Así sabremos si existen o no alternativas.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.