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Mi última columna fue sobre el Pacto de Chicoral, ese infausto acuerdo de 1972 entre el Gobierno y los terratenientes, que frenó brutalmente la reforma agraria (RA). Mostré que el “Chicoralazo”, como a veces se le conoce, no sólo fue injusto al ignorar los reclamos válidos del campesinado por la tierra. Fue también un error político de nuestras élites pues Colombia desperdició una gran oportunidad para fortalecer la democracia y evitar décadas de conflicto armado. Tristemente, hoy estamos viviendo un nuevo Chicoralazo debido a ese pacto tácito entre ciertas élites, especialmente rurales, y el Gobierno Duque para frustrar la reforma rural prevista en el Acuerdo de Paz.
Muchos estudios comparados han concluido que en países con desigualdades agudas en la tierra, como Colombia, la RA es benéfica no sólo para el campesinado sino para la sociedad en su conjunto, al menos por tres razones.
Primero, la RA permite un desarrollo más robusto e incluyente pues la producción agraria mejora y un campesinado con más ingresos estimula el mercado interno. Todos los mejores analistas, incluso revistas lejanas de la izquierda como The Economist, coinciden en que la RA fue esencial para el despegue económico de los países que en Asia lograron milagros económicos, como Japón, Corea del Sur o Taiwán.
Segundo, la RA fortalece la democracia, ya que el campesinado con tierra y buen nivel de vida tiende a apoyar el sistema democrático, y además debilita el poder de los terratenientes rentistas, que suelen favorecer opciones autoritarias, como lo mostró Barrington Moore en su clásico libro Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia, a diferencia de los empresarios agrícolas modernos que pueden tener otras visiones.
Tercero, la RA previene guerras ya que limita los incentivos para que el campesinado apoye insurrecciones armadas y debilita las posibilidades de reacción armada de los terratenientes.
Por estas razones de peso, la RA ha sido apoyada no sólo por sectores progresistas sino incluso por pensadores de derecha como Samuel Huntington, quien vio en ella una contención a las posibilidades de una revolución de origen rural.
Fue entonces un acierto que el Acuerdo de Paz incluyera medidas de RA con la reforma rural integral (RRI), no sólo como una mínima justicia al campesinado, que ya es una razón suficiente, sino también para consolidar la paz y la democracia.
Esa RRI no es para nada radical pues no incluye medidas redistributivas ni impone límites al latifundio, como sí lo hicieron las RA en Asia, pero es significativa. El fondo de tierras creado por esta RRI, alimentado por baldíos recuperados o predios comprados o donados, debería permitir la entrega de tres millones de hectáreas a campesinos sin tierra suficiente y formalizar la propiedad de siete millones más de hectáreas. Pero el Gobierno Duque, así como ha incumplido masivamente con otros aspectos del Acuerdo, entre ellos la protección a excombatientes reinsertados, como lo acaba de declarar la Corte Constitucional, prácticamente congeló esta RRI, como lo documenta una reciente columna del colega Alejandro Rodríguez basada en informes de la Procuraduría y la Contraloría. Durante este gobierno la entrega efectiva de tierras sólo ha avanzado 4 % y la Agencia Nacional de Tierras, responsable de esa tarea, ha sufrido recortes presupuestales y un estancamiento de sus recursos.
Estamos frente a un nuevo Chicoralazo de nefastas consecuencias. Por eso creo que un criterio mínimo para votar en las próximas elecciones debe ser apoyar a candidatos que busquen revertir este Chicoralazo y cumplir plenamente el Acuerdo de Paz, en especial la RRI, que beneficia no sólo al campesinado sino a todo el país.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.