Hoy, a sus 30 años, la joven Constitución de 1991 sigue viva pues, a pesar de algunas contrarreformas, continúa siendo un marco jurídico difícil de superar si queremos una Colombia democrática, justa y en paz. Pero requiere ser profundizada porque varias de sus promesas no han podido materializarse. Y necesita además ser defendida porque está en riesgo.
La Constitución fue un avance trascendental tanto por el proceso que la originó como por su contenido y sus desarrollos.
Colombia, a finales de los 80, enfrentaba una situación durísima, con niveles altísimos de violencia, bloqueos institucionales y un sentimiento de no futuro. En vez de caer en la tentación autoritaria de restringir aún más nuestra limitada democracia, múltiples actores (estudiantes, guerrillas desmovilizadas, élites modernizantes, los gobiernos de entonces, los movimientos populares, los indígenas, las mujeres, etc.) lograron un consenso sobre una Asamblea Constituyente como pacto político de paz y de ampliación democrática entre fuerzas políticas y sociales diversas que habían estado enfrentadas.
El producto fue esta Constitución de consenso que, a pesar de sus defectos pues dista de ser perfecta, consagra los principios y diseños institucionales que Colombia requería y requiere, con una apuesta simple pero profunda: preservar lo mejor de nuestra tradición constitucional previa pero corregir sus sesgos autoritarios, excluyentes, confesionales, centralistas y homogenizantes. La crisis debía enfrentarse entonces con más democracia y no con menos, con más derechos y no limitándolos, con mayor inclusión, igualdad, diversidad y con un Estado laico, con mayor autonomía de las regiones y equilibrio entre los poderes. Y afrontando nuevos desafíos como el ambiental.
Esta Constitución transformadora ha logrado en la práctica avances democráticos profundos, en gran medida por su amplia carta de derechos y sus mecanismos de protección judicial, como la tutela. Hemos vivido una “revolución de los derechos” pues la ciudadanía se ha apropiado de esos derechos, como lo mostró bellamente el recordado colega Juan Jaramillo, en su obra Constitución, democracia y derechos, de acceso libre en la página web de Dejusticia.
Sin embargo, algunas de las apuestas de la Constitución no han logrado materializarse: se entendió como un pacto de paz, pero el conflicto armado persistió y se intensificó. Le apostó a la igualdad social, pero los gobiernos adoptaron políticas neoliberales y mantuvieron un sistema tributario regresivo, de suerte que nuestra insultante desigualdad socioeconómica se mantuvo. Promovió una participación democrática más vigorosa, pero esta, aunque mejoró, siguió siendo débil.
Hoy, gracias al Acuerdo de Paz y a las intensas movilizaciones ciudadanas de los últimos años, que reclaman igualdad e inclusión social, Colombia tiene la oportunidad de que esos procesos se retroalimenten y logremos cerrar el accidentado ciclo de democratización que inició la Constitución. Un país en paz, más igualitario, diverso y participativo. Pero la cosa no es fácil pues esta coyuntura puede terminar muy mal: una regresión autoritaria, mayor polarización, una intensificación de la violencia y una reactivación del conflicto armado. La Constitución misma está en peligro.
El desafío es entonces seguir defendiendo la implementación de la paz y al mismo tiempo lograr un encuentro entre la democracia callejera, expresada en las movilizaciones y protestas, y nuestras instituciones constitucionales. Y hay vías para hacerlo, como podría ser la consulta popular que impulsa la minga y que podría volverse la de todas y todos. Colombia necesita recuperar, actualizándola, la grandeza y lucidez que tuvo en 1990 y 1991.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.
Hoy, a sus 30 años, la joven Constitución de 1991 sigue viva pues, a pesar de algunas contrarreformas, continúa siendo un marco jurídico difícil de superar si queremos una Colombia democrática, justa y en paz. Pero requiere ser profundizada porque varias de sus promesas no han podido materializarse. Y necesita además ser defendida porque está en riesgo.
La Constitución fue un avance trascendental tanto por el proceso que la originó como por su contenido y sus desarrollos.
Colombia, a finales de los 80, enfrentaba una situación durísima, con niveles altísimos de violencia, bloqueos institucionales y un sentimiento de no futuro. En vez de caer en la tentación autoritaria de restringir aún más nuestra limitada democracia, múltiples actores (estudiantes, guerrillas desmovilizadas, élites modernizantes, los gobiernos de entonces, los movimientos populares, los indígenas, las mujeres, etc.) lograron un consenso sobre una Asamblea Constituyente como pacto político de paz y de ampliación democrática entre fuerzas políticas y sociales diversas que habían estado enfrentadas.
El producto fue esta Constitución de consenso que, a pesar de sus defectos pues dista de ser perfecta, consagra los principios y diseños institucionales que Colombia requería y requiere, con una apuesta simple pero profunda: preservar lo mejor de nuestra tradición constitucional previa pero corregir sus sesgos autoritarios, excluyentes, confesionales, centralistas y homogenizantes. La crisis debía enfrentarse entonces con más democracia y no con menos, con más derechos y no limitándolos, con mayor inclusión, igualdad, diversidad y con un Estado laico, con mayor autonomía de las regiones y equilibrio entre los poderes. Y afrontando nuevos desafíos como el ambiental.
Esta Constitución transformadora ha logrado en la práctica avances democráticos profundos, en gran medida por su amplia carta de derechos y sus mecanismos de protección judicial, como la tutela. Hemos vivido una “revolución de los derechos” pues la ciudadanía se ha apropiado de esos derechos, como lo mostró bellamente el recordado colega Juan Jaramillo, en su obra Constitución, democracia y derechos, de acceso libre en la página web de Dejusticia.
Sin embargo, algunas de las apuestas de la Constitución no han logrado materializarse: se entendió como un pacto de paz, pero el conflicto armado persistió y se intensificó. Le apostó a la igualdad social, pero los gobiernos adoptaron políticas neoliberales y mantuvieron un sistema tributario regresivo, de suerte que nuestra insultante desigualdad socioeconómica se mantuvo. Promovió una participación democrática más vigorosa, pero esta, aunque mejoró, siguió siendo débil.
Hoy, gracias al Acuerdo de Paz y a las intensas movilizaciones ciudadanas de los últimos años, que reclaman igualdad e inclusión social, Colombia tiene la oportunidad de que esos procesos se retroalimenten y logremos cerrar el accidentado ciclo de democratización que inició la Constitución. Un país en paz, más igualitario, diverso y participativo. Pero la cosa no es fácil pues esta coyuntura puede terminar muy mal: una regresión autoritaria, mayor polarización, una intensificación de la violencia y una reactivación del conflicto armado. La Constitución misma está en peligro.
El desafío es entonces seguir defendiendo la implementación de la paz y al mismo tiempo lograr un encuentro entre la democracia callejera, expresada en las movilizaciones y protestas, y nuestras instituciones constitucionales. Y hay vías para hacerlo, como podría ser la consulta popular que impulsa la minga y que podría volverse la de todas y todos. Colombia necesita recuperar, actualizándola, la grandeza y lucidez que tuvo en 1990 y 1991.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.