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Este diario nos propuso hace tres semanas un desafío: que resaltáramos las cosas que nos unen a los colombianos en vez de aquellas que nos enfrentan. Respondo a este reto y sostengo que la Constitución de 1991 se ha convertido en uno de los elementos que más nos une.
Esta tesis no es original: ha sido formulada por muchos otros analistas; incluso yo la he retomado en varias columnas previas. Sin embargo, que esa tesis no sea original no quiere decir que sea irrelevante. Su importancia se hace evidente al ponerla en perspectiva histórica y comparada.
Desde un punto de vista histórico, este carácter unificador de la Constitución de 1991 no es un hecho menor, pues muchas de nuestras constituciones anteriores fueron “cartas de batalla”, como las llama Hernando Valencia Villa, ya que resultaron de la victoria hegemónica de una de las fuerzas en contienda. Por ejemplo, la de 1863 fue expresión del triunfo del radicalismo liberal, mientras que la victoria de la “Regeneración” conservadora condujo a la de 1886.
La Constitución de 1991 es, en cambio, distinta: no es fruto de una imposición hegemónica sino de un pacto de ampliación democrática entre fuerzas diversas que habían estado enfrentadas, algunas de ellas incluso por las armas.
En 1990, en una crisis profunda, varios sectores muy diversos proponen un proceso constituyente que permitiera superar las limitaciones de la Constitución de 1886, cuya legitimidad estaba en entredicho. Luego de complejas discusiones jurídicas y fuertes movilizaciones ciudadanas, hubo un pronunciamiento popular sobre la propuesta en la elección presidencial de mayo de 1990. El apoyo fue masivo: 5′236.863 votos a favor y 230.080 en contra, lo cual hizo posible la convocatoria de la constituyente.
La composición de la Constituyente fue diversa: participaron élites económicas y de los partidos tradicionales, guerrillas desmovilizadas y representantes de otras fuerzas sociales, que en el pasado habían tenido una participación débil en el sistema político, como los sindicatos, los indígenas o las mujeres. Además, no hubo ningún actor hegemónico, por lo cual fueron necesarios los acuerdos. Y estos se lograron: la profundidad de la crisis y la dinámica misma del proceso constituyente llevaron a que las distintas fuerzas coincidieran en que la salida a nuestras violencias consistía en superar las limitaciones de nuestra democracia, a través del reconocimiento del carácter pluriétnico y pluricultural de Colombia, el fortalecimiento de la garantía de los derechos humanos y la ampliación de la participación ciudadana.
Ulteriormente, la Constitución dinamizó una verdadera “revolución de los derechos”, como lo resaltaba el recordado colega Juan Jaramillo: gracias a la tutela y otras acciones judiciales, los ciudadanos se apropiaron de los derechos fundamentales en su vida cotidiana. Esto ha permitido una mayor inclusión de poblaciones históricamente discriminadas como las mujeres, la población LGBTI, los indígenas o los afrodescendientes.
La Constitución de 1991 dista de ser perfecta y ha sufrido muchas reformas, no todas ellas muy democráticas, pero es un marco jurídico en que la gran mayoría de los colombianos nos reconocemos, a pesar de nuestras divisiones. Y eso no es fácil de lograr, como lo evidencia nuestra historia y la experiencia reciente de Chile. Por eso reitero mi oposición a la ambigua propuesta constituyente de Petro, que pone en riesgo ese marco común de entendimiento entre los colombianos, cuando la tarea debe ser otra: avanzar en las reformas y las políticas que permitan materializar las promesas aún incumplidas de esta constitución, en especial por la persistencia de las desigualdades y las violencias.
(*) Investigador de Dejusticia y profesor Universidad Nacional.