Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Fue aprobado, en Comisión de la Cámara, el proyecto de reforma constitucional que pretende unificar las elecciones de Congreso con las elecciones territoriales y que, para lograr que esa reforma entre a regir desde 2022, establece una medida transitoria: alarga el período de los actuales mandatarios locales (gobernadores, alcaldes, diputados y concejales), que ahora termina en diciembre de 2019, pero iría hasta 2022 si la reforma es aprobada, con lo cual quedarían suprimidas las elecciones territoriales del año entrante.
Algunos consideran que el proyecto plantea una buena reforma (unificar elecciones), pero con una mala transición (alargar períodos de los mandatarios seccionales), como lo sostuvo el editorial de este diario el pasado jueves. No comparto esa tesis, pues creo que la unificación de elecciones es mala porque marchita la democracia local e incrementa los riesgos de polarización política y de tiranía mayoritaria, que son puntos que analizaré en próximos escritos. En esta columna me centro en la medida de transición prevista, que es inaceptable desde todo punto de vista.
Alargar el período de los elegidos es traicionar la voluntad popular, pues los electores impusieron un período determinado para el cargo, que es alterado ulteriormente por quienes están en el poder. Más grave aún: la medida frustra la expectativa de quienes esperan las elecciones de 2019 para que eventualmente haya renovación en las administraciones municipales o departamentales. Pero ahora esas elecciones son unilateralmente abolidas por el Congreso, con una medida que se asemeja a la supresión de las elecciones territoriales por Maduro hace algunos años, que fue para muchos analistas el momento de quiebre en que Venezuela dejó de ser un régimen autoritario para convertirse en una dictadura.
La supresión o aplazamiento por tiempos significativos de elecciones para alargar mandatos es muy grave, pues la democracia se funda en la alternancia: esto es, en la posibilidad de que, por medio de una elección periódica, los ciudadanos puedan deshacerse del gobernante que no les gusta y elegir a otro que les atraiga. Por eso el gran economista Schumpeter sostenía que la democracia no era tanto el gobierno del pueblo sino un mecanismo que permitía al pueblo deshacerse periódicamente del gobernante que no le gustaba para instalar otro. La democracia no puede reducirse a esa visión minimalista y elitista de Schumpeter, pero este autor tiene un punto: si no hay al menos elecciones periódicas y libres que permitan deshacerse del gobernante impopular ya no hay democracia.
Las democracias se marchitan y colapsan si los elegidos pueden aplazar elecciones para alargar los mandatos establecidos. Hoy, en Colombia, esto se propone con una intención que puede ser respetable, pero mañana se hará simplemente para que un grupo gobernante se perpetúe en el poder y ya no habrá democracia. Esto explica que en 2003 la Corte Constitucional, en la sentencia C-551 de 2003, haya concluido que una propuesta semejante de ampliar el período de los mandatarios seccionales por medio de un referendo era una medida inaceptable e inválida, pues desnaturalizaba el Estado de derecho (ya que alargaba períodos de personas específicas sin norma previa que lo autorizara) y anulaba la autonomía territorial (pues una decisión nacional imponía a los habitantes de los municipios y departamentos la permanencia de mandatarios que podían ser impopulares). Y si eso era imposible por medio de referendo, con menor razón podría hacerse por acto legislativo, por lo que este punto ya está resuelto por la jurisprudencia constitucional: esa norma transitoria es groseramente inconstitucional.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.
También le puede interesar: “Falsos positivos: 10 años esperando justicia”