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Si esto lo leyera el presidente o el jefe del presidente, les diría: imaginen que en el afán de resultados de un régimen le entregaran a uno de sus hijos disfrazado, con las botas al revés, engañado y asesinado. O qué tal tener que ver a una de sus hijas arrastrada por cuatro policías, y que al otro día tras denunciar el abuso tomara la decisión de suicidarse.
Mientras escribo esta noche y se desgarran las ideas de la cabeza a la mano, ha empezado un aguacero tremendo. Y los helicópteros de policía y ejército, banda sonora del cielo caleño desde el 28 de abril, no cesan de invitar al insomnio y avivan con sus hélices la hoguera de la indignación que llevamos dentro. Tanto el dolor como la euforia me han atajado las manos cada semana que he empezado un texto sobre esta época. Quiero decir primero: gracias. Jamás pensé ver a este país despertando (pues lo han dormido a bala o le ha tocado hacerse el dormido de puro terror), ni ver a tantos jóvenes juntando la fuerza hecha también del miedo de generaciones que los anteceden, del dolor y la dignidad de los predecesores, de los sueños, los ancestros ignorados, abusados, burlados o exterminados: agotados en la trampa de quienes han tenido el poder.
Todos somos el eco de otros. De algunos que están en esta Tierra y otros que ya no. Algunos son el eco de los que convencieron de que la vida era ser la hormiga de otros, que la esclavitud legalizada con un salario infame era una Vida, que poner el pecho y dar la salud entera por los privilegios de otros era vivir. Somos el eco de las injusticias sobre los nuestros, somos el eco de la dignidad de los nuestros.
Muchas de las almas paradas en Primera Línea con sus cuerpos llevan las cruces de la pobreza y la falta de oportunidades como una marca que también vieron imponer sobre los suyos. Y lo han dicho, y no son oídos por nuestros servidores que creen que somos nosotros quienes debemos servirles. Va esta juventud marchando como una matryoshka de generaciones, como el eco de sus abuelas y madres y abuelos y padres que trabajaron la vida entera para quedar con nada (ni con el derecho de llamar a los patrones por el nombre, sin un “don” o un “doctor”), que no supieron jamás lo que era la vida sin comer mierda: porque los obligaron a comerla toda la vida. Y no vieron una pensión, o una casa, o vieron cómo se las robaba el sistema. Todos los que están dando la batalla, y los que marchamos y apoyamos esta Primavera (así también sea una Primavera de Sangre, lamentablemente) estamos exigiendo todo lo que se nos arrebató por generaciones. Y todos ustedes que “suis Charlie Hebdo” o que “are George Floyd” por qué no son “Primera Línea”, por qué no “Somos Minga”. Por qué si son nuestros hermanos inmediatos los que están cantando, y pintando, y saltando, y filmando, y gritando. Lo hacen exigiendo las oportunidades y la justicia que se les ha negado, a ellos y a sus anteriores generaciones: no tuvieron ni han tenido el espacio que por derecho debería ser suyo para que su brillo estalle, para que su alma florezca.
Las generaciones al envejecer, vencidas, ponen nombres, a veces despectivos, a las que llegan. A esta la llamaron “De Cristal”: y tal vez lo es: por la claridad con que están viendo, porque nos desenmascararon, porque están viendo lo que nosotros no quisimos: porque están haciendo lo que no nos atrevimos. Y por eso no pudieron empendejearlos como a sus abuelos y padres. La gente que reclama y marcha ya sabe que en la Tierra hay países con un mínimo de garantías sociales donde la salud, la educación y la alimentación no son un lujo, sino la base con la que todos juegan para salir a buscar cada uno su destino. Tienen claro que Colombia no es el mejor país del mundo, como tanto resignado afirma con ingenuidad, sino uno donde su vida no ha importado por siglos, y donde ahora tampoco importa su muerte, en esta única oportunidad que tiene cada uno de nosotros de estar vivo. No les importa a quienes ostentan el poder: la gente solo es cifras. A los jóvenes mismos, en cambio, les importa tanto que están dispuestos y dispuestas a entregar la vida: también por usted que no les cree, porque si la carnicería sigue, la pobreza, la persecución, la desesperación y la muerte irán subiendo escalones, cuando vayan acabando con la base. Y ahí venimos los otros.
Llevando al amor de mi vida en los hombros caminaba el 1 de mayo por una Cali aún humeante por los últimos 3 días de fuego y fiesta, de sangre y muerte, de Historia y dolor. Íbamos a pata hacia la Loma de la Dignidad. Veíamos goticas de personas, luego hilos de gente bajar y subir por todos los andenes con un Sol que parecía saber la cita (como cada miércoles o día de grandes marchas convocadas desde ahí hasta ahora: el Sol ha marchado). Veíamos viejos, familias, jóvenes, maquillajes, pancartas, instrumentos más niñas y niños. Hablábamos a mi pasajera a tutún cómo nuestro amado río Pance no es capaz de mover ni una hormiga, allá, donde nace. Es rocío arriba, hilitos mínimos de agua, que se juntan, gotas que se escapan del musgo, y se juntan y se juntan: y llegan otros hilos y él mismo al Topacio, a Burbujas, al Pato, a la Quebrada de los Indios, y se juntan: y se juntan con la lluvia y entonces ahora hecho de gotas, de hilitos, de riítos, ya es un río: un río que brama en un solo caudal, y puede mover rocas del tamaño de una casa, tirarlas como dados, cambiar su propio cauce. Así íbamos, así vamos, juntándonos gota a gota. Y la premisa no viene de un dogma, no hay órdenes, es mero sentido común. El sentido de la dignidad. Una inercia de amor que no es dirigida por nadie: es de la gente enteramente y persigue a la larga una sola cosa, muy fácil de sintetizar: todos podemos caber mejor en este país. Todos queremos pasar mejor el rato que estemos en La Tierra. Todos tenemos ese derecho.
Colombia, que ha sido eternamente dirigida por la derecha (jamás ha probado otro tipo de gobierno aunque el de ahora, que lleva a la larga décadas en el poder, delegue su fracaso a un candidato que no ganó: subrayando así aún más su propia incapacidad de gobernar, su pésima dirección), bien por la presión de una casta, por la sevicia de “nuestros” patrones, bien por el exterminio de las fuerzas rebeldes, de las amnistiadas, incluidos inmensos candidatos presidenciales, se hartó. Camina junta y dispuesta a llevarse el muro que le toque. Y se ha tardado, porque a su vez la indignación y la voz quebrada de rabia la han apagado a tiros, la han desparecido, la han torturado, se han reído de la gente, siempre pactando sin ella, pasándose el poder entre unos pocos pares de manos, casi siempre sucias.
Colombia, criada en sangre (desde su propio nombre, puesto en honor a un genocida), hoy despierta. Y con esa nueva sangre, lamentablemente, está siendo obligada a escribir su historia: pero no será en vano. Y no se escribe con la sangre muerta, ni la de los muertos: se escribe con la sangre viva, de todos nuestros muertos y nuestros heridos y desparecidos, porque la sangre derramada ya corre en el alma de todos: es la sangre hirviendo de los gritos de la madre de Santiago Murillo en la puerta del hospital, y la sangre de su hijo. Es la sangre hirviendo de Alison Salazar, joven con la fuerza de diez mil panteras que tuvieron que cazar entre cuatro hombres con armadura, y que además después explicó con su propia vida, quitándosela de puro desconsuelo tras relatar en un texto público el abuso sexual al que fue sometida, que hay luchas que no tienen reversa: que hay heridas sin cura posible y que la única manera de sacarse el dolor es sacándose la vida. Con la sangre oxigenada con baile de Lucas Villa, ese ángel hermoso e inolvidable, que ofreció con amor y humildad la mano a los verdugos del ESMAD, reconociéndolos como su gente, reconociendo el valor de sus vidas: ese ángel azul con pantalón blanco que no se cansaba de aprender ni de enseñar, y que nos dejó “recordándolo en el corazón”. Con la sangre humeante de Daniel Sánchez, a quien la policía en Siloé se llevó injustamente, y arrastrado “como un perro”, y apareció al rato incinerado en un almacén del barrio; y con la sangre indignada de su hermana y su familia, que además han tenido que soportar la ignominia de las amenazas (al igual que la familia de Lucas Villa) y ahora tuvieron que abandonar su casa.
Esta nueva historia se escribe con la sangre indignada e hirviente de todas las abusadas sexualmente, pateadas, humilladas; con la sangre de las ancianas que pasan también parte de su día acompañando a sus nietos y jóvenes en Primera Línea por amor, por convicción, por “lo que no fuimos capaces de hacer en nuestro tiempo” y también, como lo confesaba una octogenaria en el ya legandario Canal 2 de Cali: “porque acá se aguanta menos hambre que en la casa”… cuántas formas tiene Colombia de partir el corazón: infinitas.
Esa tinta tiene también la sangre en arcoiris de los antepasados al caer las estatuas de sus exterminadores y la sangre noble de sus descendientes, de su eco, haciendo justicia sobre el cobre, sin tocar la carne de nadie; tiene la sangre viva con la que Álvaro Herrera impulsa el aire, para que suene el corno, de metal también, que quisieron arrancarle, como quisieron arrancarle la cordura y la vida. Tiene la sangre de Daniela Soto, regada en un barrio rico por civiles armados, pero que lo que hizo fue dar más fuerza a su camino y a su lucha; por la sangre digna de la Minga, que vino de colores, con frutas, con palos y canciones a repartir mercados, compasión, alegría. Tiene el sudor de los desaparecidos y de sus familias, de cuyos nervios cuelga el péndulo de la incertidumbre y la angustia. Tiene la sangre palpitante de las madres de Primera Línea, y de todos estos caídos que serán nuestros nuevos monumentos, ya lo son en nuestro imaginario y en nuestra alma: nuestras nuevas estatuas. Tiene la sangre, el sudor, la saliva y la palabra, saladas en llanto e indignación: arrastradas por las calles y las montañas de toda Colombia, arrastrada por lagrimales de ojos arrancados por la ignorancia y la brutalidad, la indiferencia y la soberbia… más la sangre de la lista infinita, de los que no están aquí nombrados: muertos, desaparecidos, torturados. Esa tinta es, en fin, la sangre de esta Primavera infinita en luces y en infamias.
Y toda esa sangre y esa miseria y esa tristeza y esa muerte y esa enfermedad impuestas por un Gobierno, por qué: por mantener los privilegios de su casta, que no tiene idea de cómo viven los que luchan, ni noción de sus dolores. Siguen aferrados a una forma de vida que solo admite su comodidad y jamás contempla la de los desfavorecidos en esta ruleta. Una casta de atenidos que ha sometido y dominado a fuerza bruta a nosotros “sus” gobernados, quienes los hemos mantenido por siglos (hay que recordar que la reforma tributaria de 2018 instauró rebajas históricas a los más ricos, y cargas históricas a los más vulnerables económicamente, y que sin esa reforma y con control mínimo real sobre la corrupción y el despilfarro, recursos habría de sobra sin tener que ponerle impuestos hasta a la muerte de los necesitados, sin que se burlaran recuperando con todos nosotros los favores que hicieron a los banqueros).
Cada patada, cada aturdidora, cada Venom, cada tanqueta atropellando, cada disparo, cada tortura, deberíamos sentirla en nuestra piel y como nuestra. Por qué, en este país tan católico (especialmente en las altas esferas de la casta), nadie se toma en serio eso de que todos somos hermanos: lo dijo Jesús, ese revolucionario tan conocido. Pocos aquí pueden sentir el dolor de otro. Y consideran injusta la protesta y justa la pena de muerte que imponen para muchos de los que se atreven a protestar. Qué tal les pasara al revés. Por un momento siéntense a imaginarlo. Si esto lo leyera el presidente o el jefe del presidente, les diría: imaginen que en el afán de resultados de un régimen, le entregaran a uno de sus hijos disfrazado, con las botas al revés, engañado y asesinado, para que pudiera entender el dolor de alguna de las familias de un falso positivo, de las Madres de las que se han burlado infamemente. O qué tal tener que ver a una de sus hijas arrastrada por cuatro policías, y que al otro día tras denunciar el abuso tomara la decisión de suicidarse. O que salgan a quejarse un día que quieran expresar su malestar por lo que se les ocurra, y los reciban a tiros quienes supuestamente los deben defender. Imaginen que otro besa las manos del que mató a su hermana, o a su hermano. Imaginen por un momento que les desaparezcan a su familia porque salió a marchar con camiseta blanca. Imaginen que hacen un monumento a quien asesinó a su familia. Qué necesitan para comulgar con el dolor de los otros: de los mismos a los que arrancaron sus votos con mentiras, y que con mentiras volvieron a entenderse en las protestas que iniciaron desde el final de 2019.
Creen que van a poder pasar por la Vida, así no más, destrozándola. “Escondiéndose en sus escritorios mientras la sangre de los jóvenes vuela de sus cuerpos y es enterrada en el barro”, como dice la canción. O se esconden detrás de 300 soldados humildes, guardaespaldas, obligados a defender a su bravucón jefe y a poner el corazón delante del de él a cualquier bala. 300 efectivos para un solo hombre: ¿valentía o cobardía?: desde ahí es muy fácil ser valiente, incitar a la degradación, a la muerte. Creen, Amos de la Guerra, que van poder pasar por la vida en blanco. Son tan egoístas que aún creen que pasarán: no les da el egoísmo ni para recordar que también tienen descendencia, y que sus hijos e hijas y nietas y nietos, a su vez, son el eco de ustedes, y cosecharán de una manera u otra este horror que ustedes han sembrado y perpetuado: ellos son la tierra y ustedes lo sembraron en ellos: es Ley.
Y la complicidad de los grandes medios, qué: ¿creen estos también, que simplemente pasarán? ¿Que nos fumigarán con sus mentiras y que no pasará nada?: ustedes que pertenecen a grandes conglomerados económicos deberían entender más que nadie, aún solo por este argumento vil, que si más gente está bien, mejor también estarán sus negocios. Pasarán como villanos y cómplices indiferentes, mientras los medios independientes y comunitarios se fortalecen entendiendo el dolor del momento. Mientras los medios internacionales les dan ejemplo de cómo sentir compasión por su gente. De cómo indagar por una causa, de cómo acompañar y proteger la vida. De cómo indignarse cuando es vulnerada por encima de cualquier interés particular. Por qué no llaman a los sitios con sus nuevos nombres, por qué deslegitiman esta lucha marvillosa, por qué les duele decir Puerto Resistencia o Puente de las Mil Luchas, por qué les cuesta decir la palabra Dignidad. Por qué ignoran la sangre de nuestros caídos, sus oyentes, sus televidentes, por qué no informan sobre la angustia de los desparecidos: son cientos. No es normal. No es normal la fuerza que está usando la policía. No pueden ayudar a que se vuelva un paisaje natural, como hicieron con los peajes en carreteras inmundas, con las fotomultas, con el 4x1000, con la maldición del transporte público, de los puentes caídos, los desfalcos, el hambre, los salarios y condiciones laborales deplorables: han normalizado el abuso estatal, el extractivismo con su propia gente; no sigan normalizando la tortura, los ataques, la muerte a manos de quienes deberían estarnos defendiendo. Nunca se nos olvidará cómo nos han engañado. Cómo nos abandonaron.
Las personas que no quieren saber de dolor, ni del paro, que miran con asco a la pobreza pero no a quienes la causan, las que votaron al No: ¿necesitan que le arranquen un ojo a sus hijas e hijos?, ¿que los obliguen a declarar a patadas?, ¿que los desaparezcan?, ¿que los tiren a un río como se tira en Colombia la basura?. ¿Necesitan el hambre que han pasado tantos colombianos mientras se les precariza su derecho al trabajo?, ¿mientras se les quita la salud? Ojalá no les toque nunca. ¿Creyeron que era mentira lo de los trapos rojos en las ventanas?. Que el hambre, el agotamiento de producir solo para otros y sin mínimas garantías sociales, ¿era mentira? Porque, en cambio, las poblaciones destrozadas, esos que han sufrido históricamente estas torturas y bloqueos, y que han sufrido la guerra que ustedes defendieron hasta en las urnas y ahora no asumen, votaron al Sí: a perdonar. A sanarse. A curar. A vivir.
Ustedes, casta, que no vive sino pregonando que quieren la libertad y que todo lo que representa libertad los espanta; ustedes que por órdenes de un padre maltratador marchan de blanco, y calladitos, en silencio cómplice contra los hermanos muertos, disfrazándose de los verdugos para tomarse fotos con ellos, aupados con el ridículo y estreñido “¡Ajúa!” y las fauces ensangrentadas del monstruo: sus camisetas blancas se parecen a los muros que pintan de gris plano, tratando de tapar esta revolución de mil colores. Sus marchas insaboras y tullidas como el famoso “baile” de Uribe en una tarima: ese cuerpo atrofiado de odio, sin plástica, sin acento: esa rigidez hasta en la sonrisa que lo dice todo después de felicitarlos por su buen comportamiento y por su marcha/velorio: sin música, sin poesía, sin gozo. Sus marchas de la paz donde se golpea al que reconocen diferente. Su silencio con que el que se niegan a oír la sorprendente explosión de talento que es este paro: por qué se pierden las canciones, el talento que estaba reprimido de hambre y dolor en la pandemia y ahora se riega libre por las calles. ¿Han oído las canciones?, ¿han oído a los raperos, a los poetas?, ¿han visto las obras plásticas?, ¿han visto el color maravilloso en los muros y sobre el asfalto donde también se baila y se actúa?, ¿los ha iluminado el humor en canciones, textos, arengas y caricaturas?. ¿Han visto a los cuerpos médicos de los hospitales asomándose a agradecer y saludar a los marchantes?, ¿han sentido el viento eléctrico del cambio?, ¿han visto como crecen y mejoran los murales cuando reaparecen después de cada vez que la gente de bienes los tapa?: ¿no? ¿Han visto los himnos y las fiestas? ¿Hemos entendido con los bloqueos cómo más de media Colombia ha vivido secuestrada por su propio narco-régimen décadas? ¿Entendemos ahora, así sea un poquitico, lo que es vivir enlodado de miedo, sin acceso al agua, a la salud, al alimento, a la educación, como les ha tocado históricamente a quienes nos siembran la comida y nos cuidan el alimento? Y eso que los casos de infiltrados en los bloqueos, en el juego del desabastecimiento, del caos, han sido fantasmas materializados estratégicamente por quienes quieren ver al pueblo enfrentado, votando enverracado, cagado del susto.
¿Entendemos, así sea un poquitico, lo que es ser bombardeados por helicópteros, y por ejércitos que conocemos y otros que desconocemos? Entendemos que a la gran mayoría de Colombia el PIB, el déficit, la calificación de la deuda, les sirve para nada ni cuando está bien ni cuando está mal: porque lo que quieren, antes que cualquier cosa, es, es cambiar la dieta: dejar de comer mierda. Vivir con alegría: que todos entendamos que podemos caber mejor. Todos. Que podamos buscar una vida con oportunidades base parecidas, poder estudiar con dignidad, enfermarnos sin que signifique el fin de nuestra vida o nuestra quiebra. Y si no han visto ni entendido nada de esto ¿hicieron algo de autocrítica y vieron entonces al menos ese mapa de Colombia que ustedes mismos “pintaron” en el piso de una calle y que parece un charco de vómito?: ¿así la ven?
Pues los que soñamos con el cambio, y lo vemos venir, nos negamos a seguir siendo “criados” así por la figura del patriarca salvaje, a “aprender” comiéndonos nuestro propio vómito, a hacer de la energía machuna y machista nuestro abecedario. Nos negamos a resignarnos y a la indignidad. No queremos comer más mierda. Ni queremos ver más privilegios para nuestros servidores, ni que conserven los que tienen. No. Queremos que sean servidores que tengan amor real por la comunidad: sabiduría, vocación.
Nosotros queremos la fiesta de la vida que ustedes quieren perderse. Y esto es una invitación. También para ustedes. Nunca es tarde para las hermanas y hermanos. Para ser solidarios. Que cambie este país, que no tenga dueños, traerá cosas buenas para todos. Tenemos que andar sin miedo, no necesitamos a una casta. Queremos soñar. Y que ustedes despierten para que sueñen con nosotros. Porque protestar, parar, manifestarse, es soñar en coro; en la mitad de esos bailes, de esa euforia, de esa esperanza que ni las balas ni la fuerza bruta destrozan. Nunca habíamos visto una generación tan clara, cristalina, tan rebelde, una juventud tan parada: para ella agradecimiento y honor. Queremos otra vida. Ya no es posible que esto tenga reversa: cuántos muertos más quieren, cuántos más van a asesinar, cuánta sangre más tiene que correr para que se ahoguen en su vanidad, en su egoísmo y en su ceguera. Bajen la cabeza. Escuchen a quienes tienen la autoridad real de este paro: están en cada calle, en cada esquina. Están bajando como riítos y se han juntado en torrentes a quitar las rocas del camino, a poner libros donde había centros de tortura. Nos negamos a creer, como nos ha tratado de convencer por siglos la casta gobernante y atenida, que soñar es un pecado. Que soñar es solo para ellos. Que soñar es otro de sus privlegios. No: en la experiencia humana soñar no solo no es un pecado. Y en eso están, en eso estamos: soñar es una obligación, soñar es un deber.