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El Estado colombiano está a medio construir: no cuenta todavía con el monopolio legítimo de los medios de violencia, no ejerce el control de la tributación, muchos de sus funcionarios se lo roban o venden sus atributos. Fue sintomático de la carencia de lealtad de muchos políticos con el Estado que dos expresidentes, representantes de la unidad nacional en su momento, hayan acusado al gobierno frente al imperio, lo que pudo tener consecuencias graves para los intereses de la Nación.
Hemos progresado sin duda. En las últimas tres décadas se duplicó el tamaño del Estado y se fortaleció militarmente, reduciendo la delegación del ejercicio de la violencia en grupos ilegales y debilitando las organizaciones insurgentes. No obstante, hubo un uso ilegítimo de violencia por las fuerzas armadas en varias sentidas ocasiones y todavía hay un control de facto de grupos de narcotraficantes y paramilitares en muchas regiones del país. Proliferan el narcotráfico y la minería ilegal.
Aunque dotado de cierto poder económico, el Estado colombiano se basa “en instituciones débiles que no logran imponer el imperio de la ley y que, por consiguiente, deben estar en constante negociación con actores políticos” (Dejusticia, 2017). No se ha podido construir la necesaria autonomía del Estado frente a los agentes privados ni imponerles una tributación progresiva. No hay una burocracia reclutada por mérito, bien paga y estable que defienda lealmente los intereses colectivos. Ello permite la primacía de redes locales y regionales de poder que capturan las rentas públicas. El nepotismo es rampante.
El país nunca ha sido una democracia basada en partidos disciplinados que obedezcan reglas electorales de proporcionalidad, donde los ciudadanos puedan manifestar libremente sus preferencias. Por el contrario, las ideologías y el sectarismo han conducido a largos conflictos que han cercenado los derechos de los trabajadores, los campesinos y las minorías étnicas, y han causado masivas expropiaciones de sus modestas propiedades.
El sistema político se basa en el clientelismo de mercado en el que se intercambian bienes y servicios por apoyo electoral: los caciques locales compran votos, ofrecen materiales y camisetas, se hacen elegir al Congreso, donde logran partidas del Ejecutivo para sus regiones. Es así como pueden apropiar cuantiosos recursos para su pecunio y sus campañas futuras.
El Estado colombiano comanda hoy una quinta parte de la riqueza nacional, de la cual la contratación de obra pública, las transferencias regionales y los gastos en salud son capturados en importante medida por funcionarios, políticos y los financistas de sus campañas. Incluso segmentos del Estado, otrora dotados de cierta autonomía y administrados por una tecnocracia de alto nivel, han sido socavados por los intereses de los grandes contratistas y electores.
El sistema de justicia, que es fundamental para castigar la corrupción, es su mayor protector. Los mismos vicios del clientelismo mercantil lo hacen provisor de impunidad, que trafique con sus sentencias y las posiciones de que dispone. Los magistrados han logrado enriquecerse y se otorgan pensiones privilegiadas. Por eso mismo, una reforma a la justicia como la propuesta será insuficiente mientras no se construya Estado a partir de una tributación justa, competencia política y partidos fuertes, oposición vigilante, burocracias autónomas y organismos de control eficientes y probos.