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El salario es el precio más importante de la economía y así lo reconocieron los teóricos clásicos Adam Smith, David Ricardo y Carlos Marx, que lo definieron como unidad de cuenta. El salario para ellos tendía a cubrir la reproducción de la fuerza de trabajo.
Los economistas modernos se apartaron de esta teoría del valor para afirmar que el salario resultaba del cruce entre oferta y demanda de trabajadores, aunque tuvieron que admitir que es una correa de transmisión importante en el nivel de precios, cruzada por las instituciones.
En un país como Colombia la teoría moderna es más cierta porque hay un gran desequilibrio entre la demanda (por) de trabajo y su oferta: casi un 60 % de la fuerza laboral está en la informalidad que se define precisamente por no obedecer las reglas que emite el Gobierno para ordenar la sociedad. El mercado laboral es, por lo tanto, regulado por el Estado que ha permitido la organización de sindicatos que contrarresten el poder de los gremios empresariales. Se trata entonces de un acuerdo corporativo que excluye a la parte informal del mercado.
Para un trabajador no formalizado el acuerdo de aumentar el salario un 16 % lo va a afectar negativamente: su ingreso real no aumentará conforme a la inflación (que va a terminar este año por encima del 12,6 %), pero sus consumos de bienes y sobre todo servicios se verán marcados por el alza acordado con los sindicatos que no lo representan. Para los beneficiados es un fuerte aumento real de 3,4 %.
Lo cierto es que el acuerdo alimentará la presión inflacionaria hacia 2023, por más que el Gobierno intente desindexizar los precios de algunos bienes y servicios sobre los que tiene injerencia, o sea, que no se afecten en igual magnitud a la del incremento salarial. Eso no es fácil porque el salario está en la raíz de todos los precios, pero además por el efecto de señal contundente que tiene para todos los agentes que están preparando sus alzas para el 2023.
El Gobierno a veces se deja influir por visiones heterodoxas y aventureras que lo inducen a criticar las decisiones del Banco de la República e incluso jugar con la idea de imponer controles cambiarios para limitar la salida de capitales y la volatilidad del dólar, terminando con 30 años del régimen de flotación que le ha prestado mucha resiliencia a la economía colombiana. Afortunadamente, los adultos en el Gobierno impiden tomar decisiones que pueden terminar siendo destructivas para los equilibrios macroeconómicos.
Las perspectivas del crecimiento económico mundial son bastante negativas. Según el portal financiero de Bloomberg, “hay una desaceleración tanto del crecimiento económico como del comercio global, en 2022 y 2023”.
Las calificaciones de riesgo de América Latina fueron rebajadas en 2022 con la excepción de Uruguay, Brasil y Colombia; estos dos últimos están por debajo del grado de inversión que en el caso de Colombia perdió el Gobierno Duque. La CEPAL informó además que se comenzó a mostrar desaceleración desde el tercer trimestre de 2022: “Para la región, se espera que continúe la desaceleración del crecimiento en 2023 en un contexto macroeconómico complejo”.
Para rematar, el Banco de la República subió su tasa de intervención al 12 % en su sesión del 16 de noviembre, acercándose a la inflación con la que termina el año. Se espera que en 2023 el alza de precios sea todavía molesta, del orden del 7 %, y el crecimiento muy bajo, del 0,5 %.