Colombia presenta indicadores sociales peores que los de América Latina, que son bastante pobres de por sí. El desempleo en Colombia afecta al 10,5 % de la fuerza de trabajo, contra el 6,7 % del subcontinente. La informalidad es igualmente abrumadora pues envuelve al 57,5 % de la población activa, mientras que el promedio de la región es del 51 %.
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Colombia presenta indicadores sociales peores que los de América Latina, que son bastante pobres de por sí. El desempleo en Colombia afecta al 10,5 % de la fuerza de trabajo, contra el 6,7 % del subcontinente. La informalidad es igualmente abrumadora pues envuelve al 57,5 % de la población activa, mientras que el promedio de la región es del 51 %.
Las razones son múltiples, comenzando por un desequilibrio estructural entre población y acumulación de capital o entre oferta y demanda de trabajadores. La herencia hispánica que todavía permea la calidad de las instituciones de gobierno de América Latina constituye otra razón para que la informalidad sea excesiva. El crecimiento económico ha sido insuficiente para absorber a la población que fue expulsada del campo por razones económicas o de seguridad y que se refugió en los barrios miseria de las ciudades. Los que encontraron trabajo formal, un 40 % del total, pudieron instalarse en barrios que contaron con servicios públicos de buena calidad y con medios de transporte accesibles. La mayoría fue mejorando sus viviendas paulatinamente, utilizando su propio trabajo, el de vecinos o empresas que surgieron para atender sus demandas. El 60 % restante tuvo que depender de trabajos que no ofrecían seguridad social de ningún tipo, ni salario mínimo, ni primas, ni vacaciones sino el pago por jornada cumplida y atendiendo las necesidades mínimas de sobrevivencia del trabajador.
Las políticas públicas empeoraron la situación pues los legisladores decidieron que toda la seguridad social debía ser financiada entre patrones y trabajadores. Era la forma de mantener el raquitismo del gobierno central, la baja tributación de sus ciudadanos más ricos y su incapacidad para enfrentar los retos del bienestar de la población y del desarrollo económico.
Aunque se tomaron algunas medidas para reducir las cargas contra la nómina en el pasado, sobre todo con la reforma de 2012 que redujo del 60 al 30 % los aportes de la nómina, todavía hoy los patronos deben desembolsar esa proporción adicional sobre el valor de sus nóminas, incluyendo rubros que no tienen que ver con el mercado de trabajo, como las parasitarias cajas de compensación (¡4 % de la nómina!); el Instituto de Bienestar Familiar, administrado frecuentemente por damas de la sociedad (3 %), y el clientelizado SENA (3 %), que no parece tener efecto sobre la productividad de sus egresados. Entre tanto, los trabajadores aportan el 9 % de su salario, distribuido en un 4 % para salud, otro 4 % para pensión y un 1 % de solidaridad. En otros países más ilustrados, el Estado saca de su presupuesto partidas suficientes para financiar la seguridad social y así favorece la contratación laboral y ayuda a bajar el desempleo.
La administración Petro ha escuchado a las centrales obreras que se benefician con el statu quo de los parafiscales que se erigen como fuertes barreras a la entrada de nuevos trabajadores a los empleos potenciales. No parece estar en el horizonte del Gobierno la introducción de cambios que reduzcan los costos de contratación y que, por lo tanto, amplíen el empleo que genera la economía.
Una política verdaderamente progresista reduciría al máximo todos estos aportes parafiscales, que tienen efectos nocivos sobre el mercado de trabajo y sobre la calidad de vida de los trabajadores, y los remplazaría por tributos a la renta. Se podría aliviar así la enorme informalidad que nos agobia.