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Una regla se define como “aquello que ha de cumplirse por estar convenido en una colectividad” (Diccionario de la Real Academia). La primera regla fiscal del gobierno Duque informaba que el déficit estructural “no fuera mayor a 1 % del PIB a partir de 2022”, algo que era difícil cumplir teniendo en cuenta que el déficit de 2020 fue mas de ocho veces ese límite. Desechada esta regla, el recursivo gobierno duquista se inventó otra en la que se impone un límite no al déficit sino al endeudamiento del gobierno, que no puede superar ahora el 71 % del producto interno bruto (¿por qué no 70 % u 80 %?), no sólo para esta administración sino para la que resulte elegida en 2022, no se sabe con qué autoridad o legitimidad.
Una regla fiscal es un oxímoron, o sea, una contradicción de términos, incluso para economías bien comportadas y previsibles, pues a veces es necesario mantener políticas contracíclicas, en particular cuando una recesión o una pandemia deben ser enfrentadas con gasto público a la lata. En el caso de economías en desarrollo, inherentemente más inestables, seguir una regla fiscal que intente cerrar déficits estructurales puede agudizar los desequilibrios y conducir a recesiones innecesarias, castigando a la población a un desempleo mayor por estar siguiendo una regla inflexible inventada por unos tecnócratas sin oficio útil, pero que se ufanan de su rigor.
Lo que es peor es suponer que el gobierno siguiente —incluso si repite el Centro Democrático, ¡qué horror!— va a obedecer un diseño del mediocre gobierno de Duque que en su agonía informa que debe hacer un ajuste descomunal de sus finanzas y se lo deja de herencia por haber estado devolviendo impuestos a los ricos. Como lo observan Andrés Álvarez y colegas, investigadores de la Universidad de los Andes, “si el nuevo gobierno entra forzado a semejante ajuste en su primer año, posiblemente buscará en su primera reforma levantar ese mismo límite, restándole así credibilidad” (Nota Macroeconómica No. 31). Es que este gobierno no fue elegido por ocho años sino por cuatro y no tiene por qué imponerle nada a su sucesor.
Para Jorge Armando Rodríguez, de la Universidad Nacional, “el próximo gobierno podría promover el cambio de las normas recién aprobadas si no está de acuerdo con ellas, pero el proceso sería políticamente desgastante, quizás inconducente. Mejor sería buscar acuerdos ahora para que el nuevo marco legal les dé cabida a orientaciones diversas de la política fiscal y de las prioridades de gasto estatal, teniendo el cuidado de proteger la sostenibilidad de las finanzas públicas”.
Desespera que el gobierno proponga una reforma tributaria poco ambiciosa para acopiar recursos con que seguir paliando las consecuencias de la pandemia, sin rasgos de equidad en el sistema fiscal. La reforma que cursa ante el Congreso aspira a recaudar solo 1,5 % del PIB y no es seguro que lo logre, sobre todo porque se confía en la eficiencia de la DIAN, que nunca ha existido. Se continúa eximiendo del pago de impuestos a negocios escogidos a dedo por el uribismo, como economía naranja, empresas en zonas francas, hoteles y transporte, y a personas naturales como pensionados que reciben más de $9 millones mensuales, pero se sigue sin cobrarle impuestos al 1 % más rico de la población. Lo que debemos asegurar mientras tanto es que el recaudo supere el 20 % del PIB y los recursos alcancen para afrontar los problemas del país, lo cual no se consigue con regla alguna.