La propuesta de reforma tributaria del Gobierno es regresiva: aumenta de nuevo los impuestos indirectos, reduce los que recaen sobre las empresas, afectando a sus dueños ligeramente al reintroducir el impuesto al patrimonio. Se incrementa la tributación de los altos salarios y pensiones con tarifa de un 37 %, lo que está bien, pero el impuesto a los dividendos sigue en su tímido nivel de 5 y 10 % que legó la reforma de 2016.
La inequidad de la propuesta se revela en las desproporcionadas cargas contra la clase media y los pobres que ganan más de un salario mínimo, a quienes no se les reembolsará, como a los que ganan hasta ese límite. El azúcar y las bebidas azucaradas quedaron con un IVA de 18 %, pero deberían pagar el doble, porque causan obesidad y diabetes entre la población.
El Gobierno calcula que el cambio del IVA le reportará 1,1 % del PIB adicional. Las personas naturales, especialmente las de altos salarios, aportarán extra 0,2 puntos del PIB, mientras que las empresas pagarán 1,1 % menos en 2020. El impuesto al patrimonio vuelve a ser temporal por cuatro años, con tasas de 0,75 y 1,5 %, que arrojará 0,1 % del PIB cada año. Así, el IVA es permanente, pero el impuesto a la riqueza no lo es. Se puede deducir que el grueso de la plata que tienen los colombianos no está dónde la está buscando el Gobierno y quizá requiere de unas pistas para encontrarla.
Según Juliana Londoño, el 1 % de las familias más ricas apropian el 21,6 % del ingreso nacional, lo que de acuerdo con las proyecciones de 2018 corresponde a $216 billones. Permítase que deduzcan el 35 % que se propone para los salarios de la clase media y deberán pagar sobre $136 billones, con la tarifa del 37 %. El ejercicio arroja la saludable cifra de $52 billones, que es más de un tercio del recaudo total del Gobierno central. Pongan a tributar los ingresos de los que arriendan su propiedad raíz de lujo y los que concentran la propiedad del suelo rural en el país y obtendrán otro par de puntos del PIB que siempre han evadido de manera olímpica.
También deberían abolir de un tajo todas las exenciones que atienden las zonas francas y muchos más negocios, incluyendo los nuevos regalos que se proponen para los hoteles, la agricultura y la economía naranja, porque la evasión se alimenta de un estatuto tributario que es un colador, aprovechado por los más ricos. De hecho, las exenciones de renta fueron de $59,3 billones en 2017 con un costo fiscal de 1,3 % del PIB (MFMP, 2018, p. 464). Deberíamos tener una ley tributaría rigurosa, igual para todos, sin importar el capital o la tierra de cada cual.
Con todos estos recursos acá propuestos, el Gobierno obtendría el anhelado equilibrio fiscal, podría incluso prepagar la deuda más costosa, al tiempo que puede reducir la tributación de las empresas, que evidentemente es excesiva. Tendría entonces mucha más plata para invertir en educación, salud e infraestructura.
La falta de tributación ha conducido a aumentar la deuda pública, que hoy alcanza 43 % del PIB; con la perspectiva de tasas de interés más altas en el mundo, se va a hacer más costoso estar refinanciando ese hueco fiscal. De esta deuda, hay una parte externa, de US$47.500 millones, que con la devaluación se puede volver muy onerosa. Esta reforma, si es aprobada, será un paño de agua tibia frente al faltante.
También le puede interesar: La reforma tributaria de Iván Duque: ¿Un golpe a los más pobres?
La propuesta de reforma tributaria del Gobierno es regresiva: aumenta de nuevo los impuestos indirectos, reduce los que recaen sobre las empresas, afectando a sus dueños ligeramente al reintroducir el impuesto al patrimonio. Se incrementa la tributación de los altos salarios y pensiones con tarifa de un 37 %, lo que está bien, pero el impuesto a los dividendos sigue en su tímido nivel de 5 y 10 % que legó la reforma de 2016.
La inequidad de la propuesta se revela en las desproporcionadas cargas contra la clase media y los pobres que ganan más de un salario mínimo, a quienes no se les reembolsará, como a los que ganan hasta ese límite. El azúcar y las bebidas azucaradas quedaron con un IVA de 18 %, pero deberían pagar el doble, porque causan obesidad y diabetes entre la población.
El Gobierno calcula que el cambio del IVA le reportará 1,1 % del PIB adicional. Las personas naturales, especialmente las de altos salarios, aportarán extra 0,2 puntos del PIB, mientras que las empresas pagarán 1,1 % menos en 2020. El impuesto al patrimonio vuelve a ser temporal por cuatro años, con tasas de 0,75 y 1,5 %, que arrojará 0,1 % del PIB cada año. Así, el IVA es permanente, pero el impuesto a la riqueza no lo es. Se puede deducir que el grueso de la plata que tienen los colombianos no está dónde la está buscando el Gobierno y quizá requiere de unas pistas para encontrarla.
Según Juliana Londoño, el 1 % de las familias más ricas apropian el 21,6 % del ingreso nacional, lo que de acuerdo con las proyecciones de 2018 corresponde a $216 billones. Permítase que deduzcan el 35 % que se propone para los salarios de la clase media y deberán pagar sobre $136 billones, con la tarifa del 37 %. El ejercicio arroja la saludable cifra de $52 billones, que es más de un tercio del recaudo total del Gobierno central. Pongan a tributar los ingresos de los que arriendan su propiedad raíz de lujo y los que concentran la propiedad del suelo rural en el país y obtendrán otro par de puntos del PIB que siempre han evadido de manera olímpica.
También deberían abolir de un tajo todas las exenciones que atienden las zonas francas y muchos más negocios, incluyendo los nuevos regalos que se proponen para los hoteles, la agricultura y la economía naranja, porque la evasión se alimenta de un estatuto tributario que es un colador, aprovechado por los más ricos. De hecho, las exenciones de renta fueron de $59,3 billones en 2017 con un costo fiscal de 1,3 % del PIB (MFMP, 2018, p. 464). Deberíamos tener una ley tributaría rigurosa, igual para todos, sin importar el capital o la tierra de cada cual.
Con todos estos recursos acá propuestos, el Gobierno obtendría el anhelado equilibrio fiscal, podría incluso prepagar la deuda más costosa, al tiempo que puede reducir la tributación de las empresas, que evidentemente es excesiva. Tendría entonces mucha más plata para invertir en educación, salud e infraestructura.
La falta de tributación ha conducido a aumentar la deuda pública, que hoy alcanza 43 % del PIB; con la perspectiva de tasas de interés más altas en el mundo, se va a hacer más costoso estar refinanciando ese hueco fiscal. De esta deuda, hay una parte externa, de US$47.500 millones, que con la devaluación se puede volver muy onerosa. Esta reforma, si es aprobada, será un paño de agua tibia frente al faltante.
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