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Los últimos días de octubre fueron muy reveladores sobre los retos que enfrentamos como sociedad. Por un lado Colombia, un país megadiverso, convocó en tiempo récord y de manera exitosa e histórica a casi un millón de personas en torno a una negociación que suele ser modesta en las ambiciones y fuerza para proteger la biodiversidad. Ya lo ha mencionado Manuel Rodríguez Becerra, si el Convenio de diversidad biológica fuera exitoso, no tendríamos la aceleración de las cifras de pérdida de biodiversidad como nos la siguen mostrando los reportes científicos más importantes. Pero la sociedad colombiana en su conjunto cumplió, acudió al llamado y la biodiversidad nos unió durante dos semanas de una manera muy esperanzadora. Cali fue en general el escenario de una muestra de civilidad y convivencia que nos recuerda que podemos hacer cosas juntos si algo nos convoca con propósitos superiores y con unos mínimos de acompañamiento institucional. Mi agradecimiento a la ministra Susana Muhamad, al alcalde Alejandro Éder y a todos los equipos.
Tanto la Zona Verde como la Azul fueron espacios para ver cómo los esfuerzos e inversiones de la cooperación internacional, de los recursos públicos y privados de las últimas dos décadas para fortalecer las capacidades en diversos territorios, sus gobernanzas y formas de vida para proteger la biodiversidad, han logrado crear procesos sociales muy virtuosos con niveles de madurez impresionantes: un afortunado y creciente capital social de nuestro país. Muchos critican que los recursos internacionales que llegan al país vía las agencias de Naciones Unidas o las grandes ONG internacionales se gastan en burocracia y poco llega a los territorios, pero lo que vimos en Cali fueron prácticas probadas, reflexiones profundas, propuesta concretas y liderazgos colectivos impulsado especialmente por mujeres campesinas, indígenas, afrodescendientes, técnicas de la conservación, mujeres de las empresas y de las autoridades ambientales, investigadoras y académicas, algo realmente esperanzador para nuestro país.
Otra cosa es lo que sucedió en la negociación y la eterna tensión en los temas financieros para fortalecer las capacidades de los países que más lo necesitan. Pareciera que los negociadores y sus superiores siguieran subestimando la aceleración de la pérdida de biodiversidad y lo que eso implica en términos sociales, económicos y de estabilidad del funcionamiento del planeta. Y mientras negociadores de la Unión Europea y otros países consideraban que no podían aceptar un nuevo fondo o varias de las proposiciones financieras, la tragedia que se vivía en Valencia nos recordaba a todos cómo la crisis climática se agudiza en territorios que han perdido las funciones ecológicas, como la de regulación hídrica, y vuelven extremadamente vulnerables a la sociedad.
El clima cambió. El calentamiento de la atmósfera y el océano está acelerado desde el año pasado, los modelos climáticos no se ajustan y seguimos perdiendo también de manera acelerada la naturaleza que puede servirnos como amortiguador de esa aceleración termodinámica. ¿Estamos preparados, como sociedad, gobiernos o empresas para esta nueva realidad? Si algo me quedó claro después de la COP16, y de la tragedia en Valencia, es que la respuesta adaptativa, flexible, resiliente y compasiva está en la sociedad civil, mientras los gobiernos a diferentes escalas aún no se ponen a la altura de las necesidades de una sociedad que necesita con urgencia a la naturaleza para adaptarse a los efectos del clima.