Hoy 5 de junio se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente. El mensaje de este año es “acelerar la restauración de la Tierra y la resiliencia ante el progreso de la desertificación y las sequías”. Un mensaje clave para comprender lo que ya estamos experimentando con el aumento de las temperaturas en todo el planeta y la urgencia de acelerar las inversiones estratégicas para enfrentar los retos que se vienen.
Existen dos procesos que mantienen la vida en este planeta y hasta el momento son irremplazables e irrepetibles por métodos humanos: la fotosíntesis —que permite capturar la energía del sol y convertirla en materia que alimenta a todos, la cual está a cargo de los árboles, las plantas y en especial las pequeñas células del plancton en los océanos y ambientes acuáticos— y la descomposición —que permite que la vida que se muere pueda reincorporarse y ser de nuevo elementos para construir más vida.
Es sobre todo en el suelo donde la descomposición sucede, pero es la parte menos carismática de la naturaleza. En el suelo no se reproducen los parámetros de la “belleza” que tanto valoramos, sus habitantes no son coloridos, sus olores no son los de la brisa fresca o marina, pero el suelo mantiene la vida y la economía del planeta, gracias a todas esas especies que nos generan tanto rechazo: insectos, lombrices, hongos, bacterias, entre muchos otros grupos. Tenemos un sesgo cultural que está detrás de la destrucción de lo que soporta la naturaleza, conservamos solo lo que es “bello”, pero olvidamos lo que es útil e irremplazable. Al suelo lo hemos desnudado, empobrecido, sobreexplotado, contaminado, compactado y en muchos lugares está en un acelerado proceso para volverse arena inerte.
En Colombia tenemos una frase que refleja el desdén por la naturaleza que no tiene esa belleza canónica: “Eso solo era monte”. Nos gustan las fincas con potreros “limpios”, con uno que otro árbol que le dé sombra al ganado, con cultivos simétricos y homogéneos. Desde los tiempos de la Colonia, nos ha intimidado la complejidad de la naturaleza y la tarea ha sido “domesticarla” para el servicio de la humanidad.
Y aquí estamos hoy, en un planeta donde la pérdida de biodiversidad se retroalimenta con la contaminación del suelo, del agua y de la atmósfera, donde el aumento de temperaturas y la alteración del ciclo del agua nos abren un camino incierto en esta triple crisis planetaria. Por eso necesitamos con la mayor urgencia y determinación recuperar la naturaleza perdida, no solo la bella sino la necesaria para nuestra supervivencia. Según las cifras dadas por António Guterres, por cada dólar invertido en restauración los beneficios económicos se multiplican por 30.
En Colombia la integridad ecológica de 36,5 millones de hectáreas está entre muy baja y baja. Esto quiere decir que los ecosistemas y su diversidad cada vez están más deteriorados y tienen menos posibilidad de suministrar beneficios a las personas y las economías locales y regionales, pero especialmente tienen menos capacidad de responder ante los retos climáticos. El Plan Nacional de Restauración debería ser una de las tareas colectivas fundamentales para hacer la paz con la naturaleza y preparar la adaptación climática de los territorios ante la incertidumbre. Ojalá fuera un ejercicio impulsado de manera conjunta por el Gobierno.
Hoy 5 de junio se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente. El mensaje de este año es “acelerar la restauración de la Tierra y la resiliencia ante el progreso de la desertificación y las sequías”. Un mensaje clave para comprender lo que ya estamos experimentando con el aumento de las temperaturas en todo el planeta y la urgencia de acelerar las inversiones estratégicas para enfrentar los retos que se vienen.
Existen dos procesos que mantienen la vida en este planeta y hasta el momento son irremplazables e irrepetibles por métodos humanos: la fotosíntesis —que permite capturar la energía del sol y convertirla en materia que alimenta a todos, la cual está a cargo de los árboles, las plantas y en especial las pequeñas células del plancton en los océanos y ambientes acuáticos— y la descomposición —que permite que la vida que se muere pueda reincorporarse y ser de nuevo elementos para construir más vida.
Es sobre todo en el suelo donde la descomposición sucede, pero es la parte menos carismática de la naturaleza. En el suelo no se reproducen los parámetros de la “belleza” que tanto valoramos, sus habitantes no son coloridos, sus olores no son los de la brisa fresca o marina, pero el suelo mantiene la vida y la economía del planeta, gracias a todas esas especies que nos generan tanto rechazo: insectos, lombrices, hongos, bacterias, entre muchos otros grupos. Tenemos un sesgo cultural que está detrás de la destrucción de lo que soporta la naturaleza, conservamos solo lo que es “bello”, pero olvidamos lo que es útil e irremplazable. Al suelo lo hemos desnudado, empobrecido, sobreexplotado, contaminado, compactado y en muchos lugares está en un acelerado proceso para volverse arena inerte.
En Colombia tenemos una frase que refleja el desdén por la naturaleza que no tiene esa belleza canónica: “Eso solo era monte”. Nos gustan las fincas con potreros “limpios”, con uno que otro árbol que le dé sombra al ganado, con cultivos simétricos y homogéneos. Desde los tiempos de la Colonia, nos ha intimidado la complejidad de la naturaleza y la tarea ha sido “domesticarla” para el servicio de la humanidad.
Y aquí estamos hoy, en un planeta donde la pérdida de biodiversidad se retroalimenta con la contaminación del suelo, del agua y de la atmósfera, donde el aumento de temperaturas y la alteración del ciclo del agua nos abren un camino incierto en esta triple crisis planetaria. Por eso necesitamos con la mayor urgencia y determinación recuperar la naturaleza perdida, no solo la bella sino la necesaria para nuestra supervivencia. Según las cifras dadas por António Guterres, por cada dólar invertido en restauración los beneficios económicos se multiplican por 30.
En Colombia la integridad ecológica de 36,5 millones de hectáreas está entre muy baja y baja. Esto quiere decir que los ecosistemas y su diversidad cada vez están más deteriorados y tienen menos posibilidad de suministrar beneficios a las personas y las economías locales y regionales, pero especialmente tienen menos capacidad de responder ante los retos climáticos. El Plan Nacional de Restauración debería ser una de las tareas colectivas fundamentales para hacer la paz con la naturaleza y preparar la adaptación climática de los territorios ante la incertidumbre. Ojalá fuera un ejercicio impulsado de manera conjunta por el Gobierno.