![“Adaptarnos es lo más responsable que deben planear los gobernantes y debemos construir y exigir como sociedad”: Sandra Vilardy](https://www.elespectador.com/resizer/v2/QOIHRICYE7WYZEOIWM4RH4ZYEA.jpg?auth=20037b8575becefecfd0d17e9dbd11cdecdc679d53d33747757b2d79cd9cbd00&width=920&height=613&smart=true&quality=60)
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El 20 de enero se posesionó nuevamente Donald Trump como presidente de Estados Unidos de América. Su discurso giró en torno a la prosperidad, pero hubo unas frases que quiero traer para la reflexión: “Estados Unidos volverá a ser una nación manufacturera, y tenemos algo que ninguna otra nación manufacturera tendrá jamás: la mayor cantidad de petróleo y gas de cualquier país del planeta, y vamos a utilizarlo. Vamos a usarlo. Bajaremos los precios, volveremos a llenar nuestras reservas estratégicas hasta arriba y exportaremos energía estadounidense a todo el mundo”.
Pongamos algunas cifras en contexto. Según los datos del Global Carbon Budget, Estados Unidos emitió 5,08 mil millones de toneladas de CO2 en 2023, lo que lo ubica como el segundo país con mayores emisiones, después de China, que ese mismo año emitió 11,35 mil millones de toneladas de CO2 provenientes del uso de combustibles fósiles, la industria y el cambio de uso de la tierra. Estados Unidos contribuyó con el 13,6 % de las emisiones globales de 2023; en la primera presidencia de Trump, el aporte fue del 14,48 % en 2017, y cerró su presidencia en 2020 con el 13,42 % de las emisiones globales.
El anuncio de Trump en su discurso de posesión, completamente en contravía con el Acuerdo de París y del que, muy coherentemente, se retiró, nos deja al resto de habitantes del planeta notificados de que, en lugar de reducir las emisiones, las va a aumentar al acelerar las explotaciones de petróleo y gas y la producción industrial. Esa aceleración sumará emisiones que se verán reflejadas en acelerar aún más la curva del calentamiento global que se está observando desde 2023.
Por lo tanto, tenemos varios caminos que transitar ante una realidad incómoda y poco esperanzadora en las escalas globales, donde el multilateralismo hace aguas: seguir insistiendo en la diplomacia, con probabilidades de éxito cada vez más lejanas en el corto plazo, y acelerar, a escala más doméstica, la adaptación territorial a los efectos de un clima que ya cambió, para proteger el bienestar humano y la producción económica de nuestro país.
Eso va a requerir que aceleremos muchos cambios, que también están siendo muy complejos, porque aún tenemos visiones, estructuras y prácticas que van en contravía de lo que debemos hacer. Según el último informe de IPBES, la Plataforma Intergubernamental de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos, que se presentó a finales del año pasado, las tres causas subyacentes que debemos enfrentar son: 1) la manera en que se domina a la naturaleza, al igual que a las personas, que no logra reconocer lo completamente dependientes que somos de ella; 2) los niveles de concentración del poder y de la riqueza; 3) la priorización de las ganancias individuales y materiales a corto plazo.
Los invito a reflexionar cuánto de esto debemos cambiar en cada uno de los municipios y departamentos de nuestro país para que podamos avanzar en nuevas maneras de planear y actuar frente a las sequías, deslizamientos, inundaciones, pérdidas de fertilidad del suelo, aumentos de temperatura que ya están afectando a los animales y cultivos de los que nos abastecemos, pero también nuestras prácticas cotidianas laborales, de transporte y de recreación. Adaptarnos es lo más responsable que deben planear los gobernantes y debemos construir y exigir como sociedad.